Page 451 - El Misterio de Belicena Villca
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a los que sólo un Alma mediocre y  malintencionada (un Pícaro, ¡vamos!)
                 intentaría unir en un sincretismo moderno.


                        Se advertirá que, durante aquel viaje a Santa María, un sentimiento de
                 feroz crítica cultural se había instalado en mi corazón y amenazaba con
                 fraccionar y amputar definitivamente los últimos restos de racionalismo que aún
                 poseía. Me sentía vacío por dentro, pero me hallaba pronto para aceptar una
                 Verdad que sustituyera toda la “inútil  información” enciclopédica que había
                 asimilado en tantos años  de estudio. ¿Qué valor  tenía aquel pomposo saber
                 académico si no me servía para afrontar  y resolver las situaciones misteriosas
                 que he narrado, situaciones que me involucraban metafísicamente? Ninguno. Me
                 hallaba, pues, pronto a desembarazarme de aquel lastre para recibir la ansiada
                 Verdad. Una Verdad que consistía, y jamás había estado tan seguro antes de la
                 realidad de una cosa como de este enunciado, en la Sabiduria Hiperbórea. En
                 efecto: para mí, ahora, la Verdad era la Sabiduría Hiperbórea, cuyos alcances
                 apenas vislumbraba en la carta de Belicena Villca.
                        Por momentos me invadía una rabia sorda, que era a su vez un reproche
                 personal, una especie de reclamo que mi  Yo actual, extrañamente trasmutado,
                 realizaba implacablemente al Dr. Arturo Siegnagel de los años de búsqueda, a mi
                 Yo pasado, que tan ingenuamente había creído que el  progreso era una
                 consecuencia lógica de la educación. En una época había aceptado, casi sin
                 pensar, que una ley de evolución permitía al Alma expandirse a partir de ciertas
                 pautas de vida. Creía que “seguir determinadas reglas de rectitud moral” y
                 afrontar la vida con un  criterio positivo redundaría inevitablemente en un  bien
                 interior. –Sí. Esa era la clave del progreso. Viviría de acuerdo a una “filosofía
                 trascendente”, adoptaría un “modo de vida” religioso, a la manera de los
                 orientales, y, en el devenir de la búsqueda, de la instrucción, de la ascesis, el
                 progreso, inevitablemente, sobrevendría por  “evolución”–. Esa había sido mi
                 elección y ahora, al comprender que todo el razonamiento estaba errado, que
                 nada había ganado tras tantos años de disciplinación y sacrificios inútiles, sentía
                 cómo la rabia me invadía y cómo, también, un reproche impotente me arrancaba
                 gemidos desolados.
                        Y que todo el razonamiento estaba errado se desprendía claramente de la
                 carta de Belicena Villca. La ley de evolución existía y regía, y facilitaba, el
                 progreso del Alma creada, y de todo ente creado, de acuerdo al Plan del Dios
                 Creador. Pero nada tenía que ver tal ley, y ningún “progreso” se obtendría por su
                 intervención, con el Espíritu Increado. Recordaba con horror las palabras del
                 Inmortal Birsa:  “el Alma del hombre de barro, creada luego del Principio,
                 comenzó a evolucionar  hacia la Perfección Final”. Al parecer, aquella
                 evolución “era muy lenta” y los Dioses  Traidores, para acelerarla, realizaron la
                 prodigiosa e infernal “hazaña” de encadenar el Espíritu Increado al animal
                 hombre u “hombre de barro”: toda la Raza Hiperbórea, que era Increada, que
                 procedía de “fuera del Universo creado”, del mismo Mundo de donde viniera el
                 Creador, quedó entonces ligada a la  evolución del animal hombre y a la
                 evolución en general, al progreso en el Tiempo inmanente del Mundo. Según
                 la Sabiduría Hiperbórea, el Espíritu  debía liberarse del encadenamiento a la
                 materia evolutiva, aislarse de la ley  de evolución, y emprender el Regreso al
                 Origen. Allí estaba la Verdad buscada. De cierto que mi Espíritu se agitaba por

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