Page 714 - El Misterio de Belicena Villca
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Capítulo VIII
Ocho y media de la mañana. Me encontraba en la cocina de la Finca de
Cerrillos, desayunando con tío Kurt y el Comisario Maidana. Recordaba con
tristeza que en aquel ambiente había visto juntos por última vez a mis padres:
imagen postrera de una realidad que ya no se repetiría; como producto del viaje
que emprendiera esa mañana, mis padres yacían ahora en la pieza de al lado,
dentro de sendos ataúdes. El recuerdo me dolía, pero según tío Kurt eso era la
debilidad : los Iniciados Hiperbóreos, los Caballeros , me dijo en Santa María,
no podían tener familia ; y mucho menos amarla: eso sería convertirla en blanco
del Enemigo, exponerla a una segura destrucción, y, lo que era peor, sería
nuestro punto débil. En aquel entonces subestimé sus advertencias, pero ahora
comprendía fatalmente cuánta verdad había en sus palabras; por eso insistió
tanto: él que conocía al Enemigo sabía, como ahora lo sabía Yo, que ningún
consejo era suficiente para prevenirse contra Ellos. El se había privado durante
35 años de ver asiduamente a su hermana para protegerla, y sería Yo, el hijo,
quien la enviaría imprudentemente al verdugo. Era como para enloquecer. Pero
Yo no podía enloquecer. Sobre la muerte de mi familia Yo tenía cierta
responsabilidad por la negligencia cometida. Mas no debía olvidar que los
asesinatos objetivos los había ejecutado el Enemigo. Estábamos, pues, en
una guerra: ¡y en la Estrategia de esa Guerra, Yo tenía que cumplir una
misión!
Después del desayuno, Maidana pasaría un momento por la Jefatura de
Policía en Salta y luego se iría a descansar. Había prometido regresar a las 18
hs. para la inhumación. Sin embargo apuraba una definición en el acto sobre su
oferta de ayuda. Para él no se podía perder el tiempo, pues cada minuto que
transcurría era ventaja que sacaban los asesinos en su táctica de escape. Ahora,
sugirió, si Yo no deseaba atrapar a los asesinos materiales pero deseaba golpear
a los instigadores, entonces podríamos hablar en otra ocasión menos dramática,
pues garantizaba que su grupo nacionalista también me apoyaría.
No sería necesario esperar: Yo ya había tomado una decisión:
–Comisario Maidana ¿Sería tan amable de aguardar sólo media hora más,
y no tomar a mal que converse a solas con el Sr. Sanguedolce? –le pedí.
–No tengo inconvenientes –dijo con confianza. Luego, mientras tío Kurt se
dirigía hacia la escalera, se acercó a mi oído y agregó–. Delibere tranquilo, pero
no crea que soy estúpido. Lo he observado atentamente y juraría que él no es
italiano. Tal vez sea alemán o de algún país nórdico. Y quizás sea pariente suyo
o uno de esos héroes nazis que buscan los judíos para liquidar. A lo mejor él es
el objetivo oculto de los asesinos orientales: un “contrato” del Mossad, ¿por qué
no? ...
Me alejé sin escuchar más. Resultaba muy difícil tratar con Maidana: era
inteligente, instruido, tenía intuición, pero persistía en la errónea actitud de
abarcar todos los hechos con un concepto político superficial. No debía pensar
más en él, sino en el discurso que le diría a tío Kurt.
Nos reunimos en mi cuarto, lugar saturado de recuerdos dolorosos. Tío
Kurt se recostó en la cama, y Yo ocupé una silla. Antes que lograse emitir la
primer palabra me hizo conocer su oposición. Mas Yo estaba preparado para su -
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