Page 712 - El Misterio de Belicena Villca
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No, Bera y Birsa no eran miembros del Mossad israelí, pero sin dudas
                 podrían ser los Jefes de ese siniestro “Servicio de Inteligencia”, o “Escuadrón de
                 la Muerte” judío: estaban sobradamente capacitados para ello. Eran, eso sí,
                 oriundos de Medio Oriente, donde según Belicena Villca fueron Reyes en tiempos
                 remotos. No cabían, pues, dudas sobre la forma en que los Sacerdotes
                 Supremos de Melquisedec habían venido  a Cerrillos: como “seres humanos”,
                 vistiendo indumentaria moderna, y conduciendo un lujoso automóvil. Al recibir
                 estas noticias, tío Kurt enmudeció completamente.
                        –¿Qué marca era el coche? –pregunté.
                        –Ni modelo ni marca. Curiosamente, los testigos estuvieron de acuerdo al
                 dar una descripción detallada del automóvil, pero no consiguieron reconocer la
                 marca; tampoco notaron si tenía chapa patente. De sus declaraciones se deduce
                 que se trataría de un coche muy grande, un Cadillac o Lincoln, el que por no ser
                 de tipo frecuente en nuestro país habría dificultado la identificación.

                        Cuando Maidana acabó de comunicarme las informaciones policiales que
                 obtuvo en tan poco tiempo, volvió a la  carga con lo suyo: pretendía que Yo le
                 retribuyese con igual lealtad y le revelase cuanto sabía sobre los asesinatos y los
                 misteriosos asesinos. Por supuesto, Yo no podía decirle la verdad, verdad
                 increíble por otra parte, y me hallaba así aprisionado en un brete moral.
                        A las 7,05 horas llegó el Comisario de Cerrillos. Venía a saludarme y a
                 cumplir con una solicitud de Maidana, quien lo había despertado también a él, a
                 las 3,00 de la mañana.
                        –Hola Arturo. Buen día Señor Sanguedolce. ¿Cómo está, Maidana? –
                 saludó–. Ignoraba que fuese amigo de Arturo. He traído lo que me pidió, pero ya
                 que son amigos, recuerden que aún se mantiene todo en reserva. El Juez está
                 tratando de echar luz en un asunto que se ha vuelto por demás extraño, y recién
                 por la mañana emitirá las órdenes que nos permitirán actuar. Hasta entonces el
                 sumario es secreto.
                        Le entregó un sobre a Maidana, que éste se apresuró a abrir. Contenía los
                 identikits de los asesinos y varios dibujos que representaban las escenas vistas
                 por los testigos.
                        Los retratos mostraban dos rostros de indudable aspecto oriental:
                 redondos, pómulos marcados, cejas ralas, ojos ligeramente rasgados, labios
                 gruesos. Estaban pulcramente afeitados y carecían, al parecer, de cabello. Esto
                 último no se podía asegurar con certeza porque, insólitamente, los criminales
                 lucían sombreros tipo “hongo”, muy encasquetados.
                        –¡Hay cosas que no van, que no  están de acuerdo con los patrones
                 generales de la Criminología –comentó el Comisario de Cerrillos con
                 contrariedad–. Buscamos dos asesinos feroces, autores de la masacre de una
                 inofensiva familia. Dos testigos, los ven, a la hora del crimen, penetrar en la casa.
                 Hasta allí todo correcto, todo “normal”. Les solicitamos entonces a los testigos
                 que nos describan a los presuntos malhechores. Acceden; y allí se termina la
                 normalidad tipológica: el caso escapa a todo encuadre general; ni la casuística
                 criminológica, ni los antecedentes, ni  la experiencia acumulada, sirven para
                 comprender el hecho. En un principio se sospechó de los testigos, pero luego se
                 verificó su capacidad para testificar: son personas intachables, que jamás beben
                 una gota de alcohol, dado que deben ejercer un puesto de vigilancia, y para
                 colmo son expolicías, es decir, policías jubilados, entrenados para observar

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