Page 707 - El Misterio de Belicena Villca
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El coche del Comisario Maidana trepó la cuesta del camino de salida, y
doscientos metros después se introdujo en la ruta provincial. Dos mujeres gordas
que aguardaban pacientemente, se aproximaron y abrazaron, ambas a la vez:
eran las “madres de leche” de Katalina y mía. Allí era muy importante eso de ser
“mamá de leche”, “hijo de leche”, o “hermano de leche”; todo comenzaba cuando
a una buena madre “se le cortaba la leche” para su bebé, o no la producía en la
cantidad suficiente: entonces se recurría al concurso de otra madre, una madre
más fuerte, que hubiese parido a su hijo en fecha aproximada, y se requería su
concurso para amamantar ambos bebés. La madre de leche si bien era la más
fuerte, con frecuencia era también la más pobre, ya que solía tratarse de una
criolla o india, tal vez ya madre de muchos niños, quien prestaba de buen grado
su colaboración. Y, desde luego, era retribuida por tales servicios. Pero la
retribución era una cosa, generalmente regalos para sus propios niños, ropas y
alimentos, y otra muy diferente el amor de la madre: eso no podía pagarse con
nada y por eso se creaban lazos superiores a la simple transacción comercial: “el
comadrazgo de leche”. En efecto, la mamá de leche se convertía habitualmente
en “comadre” de la madre verdadera y gozaba de cierta amistad o preferencia
con respecto a otras mujeres del valle calchaquí. Costumbres, costumbres
centenarias, que venían de la época de los españoles, o quizás de los indios.
De esas dos mujeres que me abrazaban, una fue “mi mamá de leche” y la
otra lo había sido de Katalina. “Nada tengo, me dijo la primera, ni me parezco a
Doña Beatriz, pero todo lo mío es tuyo, Arturito, todo mi amor”. Apreté con fuerza
a aquella criolla que me había visto nacer, y la besé en ambas mejillas. “Gracias,
Nã Isabel, muchas gracias”, le dije conmovido, mientras las lloronas de La
Merced me hacían coro con sus dolorosos lamentos.
Dejé a las comadres persignándose junto a los ataúdes y me retiré a un
rincón apartado, en compañía de tío Kurt. Desde que partiera el Comisario
Maidana, una sobreexcitación creciente se fue apoderando de mí. Tenía una
idea, una idea surgida de la racional conclusión del policía, que deseaba
comunicar sin dilación a tío Kurt. Naturalmente, si Yo no quería aceptar las
propuestas de Maidana, tío Kurt ni siquiera las había escuchado. Así que, se lo
repetí:
–¡Tío Kurt! ¡Tío Kurt! –lo sobresalté–. Reflexiona sobre las palabras del
policía: son como un silogismo. El afirmó “los asesinos son humanos”; ¿por qué?:
“porque utilizan cuchillos y porras, es decir, armas materiales”, dedujo. En ese
momento negué de plano tal posibilidad, pero ahora considero poco menos que
genial la deducción del Comisario Maidana.
–¡Estás loco, neffe, loco de remate! –me descalificó para opinar tío Kurt–
¡Son Inmortales! ¡Bera y Birsa son Inmortales! Nada significa que hayan
empleado un puñal: era necesario para el Ritual del Sacrificio.
–¡Por los Dioses, tío Kurt, no me trates como si fuera un imbécil! –me
defendí–. Sé que son Inmortales: pero, como dijera Belicena Villca en la
historia de Nimrod, sólo lo son mientras no los maten, “mientras no se
ejerza violencia física sobre Ellos”. “Estos Inmortales, también, pueden
morir”.
–¡Estás loco! –repitió, más cerrado aún–. ¿No comprobaste anoche el
poder del Demonio Bera? Nada podemos hacer contra ellos. ¡Has hecho muy
bien en desalentar al policía!
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