Page 702 - El Misterio de Belicena Villca
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aprovechar la preciosa Sangre Pura de los Von Sübermann para intentar
exterminar la Estirpe entera, como hicieran en el Siglo XIII con la Casa de
Tharsis.
–Por otra parte –dijo el Comisario– me gustaria que nos expliques algo que
nos intrigó a todos.
–Lo que Ud. quiera saber, Comisario.
–Es sobre el lagar; ¿que capacidad tiene?
–Pues.. si mal no recuerdo, unos 20.000 litros –respondí.
–¿Y se puede saber para qué Demonios lo llenaron con Alquitrán ?
Capítulo V
Me hallaba sentado en el sofá del living, dormitando. Había ingerido 3 mg.
de un tranquilizante y tenía el sistema nervioso bastante sedado. Serían las diez
de la noche y, entre sueños, oía a tío Kurt hablar en árabe y en alemán. Pero no
se trataba de un sueño: al mediodía, tío Kurt solicitó una llamada internacional y
recién acababan de comunicarlo. Minutos después llegaba hasta mi y me sacudía
sin contemplaciones.
–¡Todos han muerto, Arturo! ¡Todos! ¡Tú y Yo somos los únicos Von
Sübermann con vida que han quedado!
Lo miré entre brumas. El continuó:
–¡Mis tíos y mis primos de Egipto, incluso algunos primos lejanos que
vivían y estudiaban en Europa, todos murieron esta mañana a las 0,15 horas!
Tio Kurt no levantaba la voz, pero sus gestos eran elocuentes: estaba
fuera de sí. Traté de calmarlo, de transmitirle mi farmacológica tranquilidad, pero
sólo conseguí ponerme nuevamente nervioso; ¡la furia de tío Kurt era contagiosa!
A pocos pasos de distancia, en el Comedor donde viera a mis padres
muertos, yacían dos ataúdes sobre pares de caballetes; coronas, palmas de
flores, candelabros con velas encendidas, y cruces, completaban los elementos
ceremoniales del funeral católico. Mi padre era conocído en ese pueblo desde la
infancia y mamá desde 1938, de modo que el desfile de vecinos y amigos que
deseaban darle el último adiós era incesante. Muchos, pertenecientes a las
gentes más humildes, pero con quienes siempre contamos para el rudo trabajo
del campo, se quedarían la noche.
Alguien contrató a unas lloronas profesionales de La Merced, famosas por
el sentimiento y fervor que imponían a sus lamentos, las que se dedicaban en
ese momento a representar su función.
Momento terrible aquel, de impotencia, de comprobar la manera en que
nuestros enemigos nos atacaban y de no poder responder en la misma medida.
Cosa sorprendente, el duro tío Kurt se había sentado, finalmente, en otro sofá y
por momentos sollozaba con aflicción. Yo debía recibir el pésame de los
visitantes, de acuerdo a la tradicional costumbre, quienes antes de marcharse
dejaban su nombre anotado en una tarjeta, que les aseguraba recibir más
adelante, en un plazo no mayor de diez días, el agradecimiento postal.
Costumbres, hábitos en práctica desde tiempo inmemorial, de las que no podría
zafarme sin causar un gran escándalo.
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