Page 700 - El Misterio de Belicena Villca
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tal vez escapados del nosocomio donde tú trabajabas. Han cometido los
crímenes con un salvajismo nunca visto por aquí. Mejor entras preparado.
En el interior el desorden era total, luego del paso de ignotos policías que
ejecutaron sus aún más ignotos peritajes. En el comedor, se habían arrimado los
bordes de dos mesas, y sobre ellas estaban depositados los cinco cadáveres.
Prudentes sábanas cubrían la exposición de los cuerpos. Tío Kurt me apretó un
brazo con su mano de acero y descubrió él mismo el primer cadáver.
–¡Beatriz! –gritó él.
–¡Mamá, Oh Mamá! ¿Qué te han hecho? –grité Yo desesperado, al
comprobar que el dulce rostro de mi madre, crispado ahora por una mueca de
horror indescriptible, aparecía degollado de oreja a oreja.
–¿Lo ven? –comentó inoportunamente el Comisario–. Se trata del acto
criminal más aberrante que he visto en mi vida, incomprensible, indudablemente
producto de una mente enferma.
Los siguientes cuerpos correspondían a mi hermana Katalina y a sus dos
hijos, Enrique y Federico. Estos no mostraban seña de violencia alguna.
–Pensamos que fueron envenenados, y los íbamos a trasladar a la morgue
local para practicar la autopsia cuando Uds. llegaron. Ahora que los has visto
daré la orden de que los carguen en las ambulancias. A los otros no habrá
necesidad de llevarlos pues su muerte es obvia y ya ha sido determinada por el
médico forense: tu madre fue degollada, según has comprobado tú mismo, y tu
padre falleció por aplastamiento de cráneo, seguramente al resistirse al ataque:
¿tienes algo que objetar sobre ese diagnóstico?
Moví la cabeza negativamente y destapé el cuerpo de Papá: el golpe vino
de arriba, descargado con un objeto contundente hábilmente manejado, ya que
sólo le hundiera dos centímetros de la bóveda craneana, a la altura del encéfalo.
Tío Kurt permanecía como abstraído frente al cuerpo sin vida de su
hermana. Las ambulancias ya se habían llevado a Katalina y sus hijos, y los
policías comenzaban a retirarse. Invité al Comisario a una copa, y le señalé
varias cajas de nuestro mejor Sauvignón, indicándole que se las repartiera a sus
hombres, acto de cortesía prohibido por los reglamentos policíacos pero que
sería tomado como un gesto inhospitalario si no fuese ofrecido. No tardó el
Comisario en hacer cargar las cajas de vino y reunirse conmigo en la cocina.
Chablis helado y jamón crudo fue consumido en cantidad, mientras aflojaba la
lengua del policía. Un rato después se nos unió tío Kurt.
–¿Quién dio la noticia? –pregunté.
–El personal que entra a las 5 –respondió–. Un criollo llamado “Jorge
Luna” parece que fue el primero en llegar. Se sorprendió al notar que todas las
luces de la casa estaban encendidas “como en noche de fiesta”, según declaró;
se aproximó entonces a la cocina, donde siempre estaba tu padre tomando mate
desde las 4,30 horas, pero no vio a nadie. Así que, comenzó a rondar la casa
pensando que tu padre estaría afuera. La primera señal de que algo malo había
pasado la tuvo al tropezar con el cuerpo del perro, literalmente partido en dos,
cerca de los lapachos. Unos metros más allá, yacía el cadáver de Don Siegnagel,
con el cráneo destrozado.
A primera vista y especulando un poco –prosiguió el Comisario– te diría
que han intervenido como mínimo dos cómplices, tal vez tres. Dos son
imprescindibles para reconstruir el hecho con cierta lógica, pues resulta evidente
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