Page 703 - El Misterio de Belicena Villca
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A la medianoche la casa estaba atestada de gente. Unas vecinas se
encargaron gentilmente de preparar café y atender a los conocidos. Diversos
grupos de amigos formaron corrillos para comentar los horribles crímenes, y los
rumores más insólitos circulaban de boca en boca del supersticioso vecindario
indio y mestizo. Tío Kurt y Yo intentamos vanamente que la Policía nos entregara
los cuerpos de Katalina y los niños, temiendo que en pocas horas se
corrompiesen como sucediera con los miembros de la Casa de Tharsis. Mas
nuestra gestión fue inútil. La autopsia no se completaría hasta el día siguiente. Y,
aunque la Policía no lo admitiera, sabíamos el porqué de aquella demora: los
Médicos forenses no conseguían establecer la causa de las muertes. Mi hermana
y sobrinos fueron encontrados en sus cuartos, en la planta superior de la casa, y
presumiblemente fallecieron sin enterarse de los espantosos asesinatos que se
estaban cometiendo afuera; habrían muerto, como los miembros no Iniciados de
la Casa de Tharsis, en el momento en que el poder del Dordje de Bera
transformaba la sangre del lagar en Alquitrán, es decir, a las 0,15 horas. Y
obviamente, esto no lo sabían los Médicos forenses.
Nos resignamos, pues, a velar sólo a mis padres, aunque comisionamos a
la empresa de servicios fúnebres para que insistiese periódicamente en la
morgue y reclamase los cuerpos pendientes. Un coche se detuvo y descendió
una persona conocida, pero a quien no hubiese imaginado ver allí: ¡el oficial
Maidana, el policía que interviniera en el caso de Belicena Villca! Al verme, se
acercó presuroso y me hizo presente “su más sentido pésame”, como era de
rigor. Y luego se explayó sobre los motivos que lo habían decidido a concurrir al
funeral, hablando en su particular estilo, simple y franco.
–Dr. Siegnagel, este caso, como se imaginará, ha conmovido a la
Provincia: todos desearíamos aprehender a los dementes asesinos de su familia.
Pero este asunto queda esta vez fuera de mi jurisdicción: ahora soy Comisario
del Departamento Investigaciones, pero no el Jefe de la División. Con esta
aclaración quiero asegurarle que no he venido hasta aquí como policía sino como
amigo. ¿Me comprende, Dr.?
Asentí sin comprender adónde quería llegar. Tío Kurt se hallaba junto a mí
y miraba con curiosidad al Comisario Maidana.
–Entonces iré al grano: ¿está Ud. en un apuro? ¿necesita algún tipo de
ayuda? Sea lo que sea, no vacile Ud. en confiar en mí. Tengo gente amiga,
valiente y leal, hombres probados en la lucha antisubversiva, que estarían
dispuestos a actuar, digamos fuera de los reglamentos, para ajustar cuentas con
los judíos o con quien sea que lo esté persiguiendo.
Tío Kurt frunció el seño y por un momento temí que lanzase una de sus
estruendosas carcajadas; mas se hallaba demasiado dolido para ello y en cambio
sonrió con clemencia. Yo, por mi parte estaba irritado y estupefacto; irritado, no
por la oferta de Maidana, que agradecía pues, aunque absurda, era sincera, sino
por tener que vivir toda aquella alucinante situación, incluyendo el funeral; y
estupefacto, porque no imaginaba cómo el oficial había llegado a la conclusión de
que Yo necesitaba esa clase de ayuda.
–¿No me responde? –dijo consternado– ¿O es que no confía en mí? Pero
Yo sé que a Ud. lo persiguen, aunque lo niegue. Es mi profesión descubrir estas
cosas. Lo sé desde ayer, cuando recibí en el Departamento de Investigaciones el
informe sobre lo sucedido en Cerrillos. Entonces lo recordé a Ud. y al caso de la
enferma Belicena Villca. Haciendo un paréntesis, le confesaré ahora que Ud.
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