Page 749 - El Misterio de Belicena Villca
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un tapial bajo, de no más de un metro, para disimular su función de guarnecer
                 una plaza liberada. En su interior aún existía el antiquísimo cromlech, cuyas
                 piedras formaban un círculo enorme, en cuya área cabía sobradamente la planta
                 de la Chacra. Pero a mi me intrigaba la suerte del Meñir  de Tharsy, el que
                 plantaron los Atlantes blancos para establecer el pacto de Sangre con la Estirpe
                 de Tharsis y determinar su misión familiar. Tomando los diámetros del Cromlech,
                 busqué en su intersección el centro, y  comprobé con intriga que aquel lugar
                 central caía en el interior de la Chacra. Al fin, no me cabían dudas que el sitio
                 central se encontraba adentro de un enorme tinglado  herméticamente cerrado.
                 Corté las cadenas y candados con una pinza adecuada, y abrí las puertas del
                 tinglado: increíblemente, luego de siglos y milenios, aún se encontraba en su
                 lugar de origen el meñir de Tharsy. Era de piedra verde y mostraba en su base la
                 milenaria apacheta de Vultan: purihuaca voltan guanancha unanchan huañuy.
                 Sobre la apacheta estuvo durante cuatrocientos cuarenta y tres años la Espada
                 Sabia de la Casa de Tharsis, custodiada como en Huelva por incansables Noyos
                 Y Vrayas descendientes de Lito de Tharsis. Frente a esa actitud de respeto y
                 confianza en los Dioses Leales, asumida en milenios de paciente guardia, ¿qué
                 significaban mis ansiedades actuales,  mis egoístas angustias? El imponente
                 meñir, y su rústico altar de piedra, tuvieron la virtud de avergonzarme de mí
                 mismo, de mis debilidades humanas, y de fortalecer mi voluntad de seguir hasta
                 el Final.
                        Contando con todos los vanos y crueles esfuerzos realizados en el pasado
                 por los Demonios Bera y Birsa, no es  de extrañar el odio que les despertaría
                 aquella Chacra en la que vivieran fuera de su alcance los miembros de la Casa
                 de Tharsis conservando la Piedra de Venus de la Espada Sabia. Pero Ellos
                 llegaron tarde, siempre llegaron tarde a América: no consiguieron exterminar al
                 linaje de Skiold con los diaguitas-hebreos, ni con los españoles de Diego de
                 Almagro, de Diego de Rojas, y de tantos otros; ni el asesinato de Belicena Villca
                 les sirvió para nada pues Ella los despistó sabiamente; ni el exterminio de los Von
                 Sübermann les permitió acabar con tío Kurt. ¡América les había resultado fatal!
                 No sabían adónde estaba Noyo Villca con la Espada Sabia y quisieron tomar
                 venganza en el indio Segundo, sacrificarlo por medio de horrible suplicio antes de
                 partir del impredecible Mundo de la Casa de Tharsis. Y habían sido atacados y
                 muertos cuando menos lo esperaban. Como un Bumerang, sus propios golpes
                 regresaron contra ellos;  como en un golpe de Jiu-Jitsu, sus enemigos
                 aprovecharon los movimientos propios y volvieron sus fuerzas contra ellos.

                        En el galpón que guardaba la pick-up había toda clase de herramientas.
                 Fui hasta allí, tomé una pala ancha, y comencé a buscar un lugar adecuado para
                 excavar las sepulturas. A cincuenta metros de la Casa crecía un tupido cañaveral
                 de tacuaras que me pareció sería el sitio ideal: costaría penetrar la capa de
                 raíces, pero luego de unos días nadie podría descubrir el menor rastro de la
                 remoción. Regresé dos veces hasta la casa y cargué los malditos cadáveres en
                 una carretilla para facilitar el transporte;  en el último viaje llevé también un
                 machete para abrir la picada. Miré el reloj de la casa y comprobé que señalaba
                 las 3 horas del día 23 de Abril. El mío, en cambio, exhibía la 1,30 horas del 26 de
                 Abril. Lógicamente, sincronicé mi reloj con el cuadrante local.
                        Así, pues, a las 6 horas, tres horas después, terminé la macabra tarea de
                 sepultar los cadáveres destrozados de los asesinos orientales. Ya amanecía y

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