Page 746 - El Misterio de Belicena Villca
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pertenece al campo de los más oscuros enigmas. Pero la pieza me agrada y la
llevaré conmigo hasta el Final.
Capítulo XVII
Es muy poco lo que me resta por agregar a este Epílogo, o Prólogo.
Pasado el shock que indudablemente me produjo la partida de tío Kurt,
evidenciado en la anormal serenidad con la cual me puse a reflexionar sobre los
símbolos de la Espada, Perros, Aves y Fieras, y superado el efecto doloroso del
golpe en la cabeza, comecé a tomar conciencia de la realidad y mi sistema
nervioso entró en violenta crisis. Por dentro sentía que me desmoronaba, y traté
de mantenerme armado por fuera, gritando mil insultos y juramentos contra todos
nuestros enemigos, y del que al final no quedaron excluidos nuestros Camaradas
y aliados: Belicena Villca, su hijo Noyo, el Capitán Kiev, los Siddhas Leales, el
Führer, y hasta el Incognoscible, resultaron abarcados por mis irreproducibles
blasfemias. No me justificaré, pues los sucesos conocidos explican esta reacción
irracional. ¿Cómo no se iba a quebrar mi voluntad, si en el plazo de cuatro días
mi familia fue atrozmente asesinada, toda mi familia, los parientes cercanos y
lejanos, y el único sobreviviente fuera de mí, el tío Kurt, se acababa de marchar
para no regresar jamás?
Me puse como loco. Profería insultos y pateaba con impotencia los
cadáveres de los asesinos orientales. Con irracional agresividad, estaba a punto
de vaciar en esos cuerpos diabólicos las cargas de la inútil pistola ametralladora,
cuando unos quejidos procedentes del interior me trajeron providencialmente a la
realidad. ¡No estaba solo! Recordé de golpe que durante el ataque habíamos
escuchado unos gritos de dolor.
Con el rostro aún descompuesto por la furia, algún brillo demencial en los
ojos, y pistola en mano, entré decididamente en la casa, causando la
consiguiente alarma de la persona que se encontraba maniatada sobre la mesa
del comedor. Era Segundo, el indio descendiente del Pueblo de la Luna, que
Belicena Villca mencionaba en su Carta, y a quien viera un par de veces como
visitante en el Hospital Neuropsiquiátrico de Salta.
Lucía terrible, porque Bera y Birsa le habían arrancado las uñas de las
manos y de los pies; sin embargo, debía estar agradecido a los Dioses, y a la
Operación Bumerang, porque los Demonios carecieron de tiempo para cortarle la
lengua y las orejas, y vaciarle los ojos, y finalmente despellejarlo o degollarlo.
Cuando lo desaté y le pregunté si había un botiquín de primeros auxilios, el indio
recuperó el habla.
–¿Y los dos hombres? –preguntó con cautela.
–No eran hombres –respondí de mala manera– sino los Demonios Bera y
Birsa. Ambos están muertos, allí afuera: nosotros los matamos con los disparos
que Ud. escuchó. Y ahora mi tío los está persiguiendo hasta el Fondo del Abismo
Central del Universo, hasta un lugar infernal del que quizás no logren regresar
jamás.
Ahora comprendo que tal respuesta era impropia y absurda para ofrecerla
a un indio desconocido que posiblemente no tendría ni la menor idea de lo que le
estaba hablando. Pero Yo padecía los efectos del shock y de la crisis y no me
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