Page 748 - El Misterio de Belicena Villca
P. 748
golpes que nos dieron, y gracias a la ayuda de los Dioses, pudimos acabar por el
momento con Ellos. Habrá otros Demonios que sin duda nos perseguirán, y mil
peligros desconocidos, pero es poco probable que regresen Bera y Birsa al
Mundo de la Sangre de Tharsis; en los otros Mundos de Ilusion empero
seguiran existiendo; ¡y ay de aquellos hombres espirituales que no
encuentren pronto el Mundo de la Casa de Tharsis! ¿Qué le parece,
Segundo? ¿Me ayudará?
–¡Por supuesto que sí! Sepa, Dr. Siegnagel, que Ella era para los de mi
Raza una Reina: sus deseos son órdenes para mí. Ella me pidió que no fuera
más al Hospital de Salta porque era vigilada y sospechaba que la iban a matar: y
Yo cumplí al pie de la letra sus órdenes; no fui más a Salta y no respondí a la
correspondencia del Hospital, del Juez, de la Policía, etc. Y nadie vino aquí
porque esta casa es muy difícil de encontrar. Muy grandes deben ser sus
poderes para haber llegado así, por sorpresa, y conseguir boletear a los
Demonios. ¡Me ha salvado la vida, y seguramente me ha evitado un terrible
sufrimiento previo! Mas no sé hasta qué punto agradecerle, puesto que, como
comprenderá, ya estoy harto de vivir.
Lo comprendía perfectamente puesto que Yo también estaba harto de
vivir; y si seguía adelante, como aquel indio germánico, sería exclusivamente por
Honor, porque era un Honor quedarse a cumplir la misión que a uno le habían
asignado los Dioses que dirigian la Guerra Esencial, y porque después de la
Batalla Final, una vez ajustadas las cuentas con las Potencias de las Materia,
regresaríamos definitivamente al Origen del Espíritu Increado. Vi la cara de
Segundo descompuesta de dolor y corrí a un galpón contiguo a buscar el botiquín
que estaba en la guantera de una pick-up. Con paciencia, desinfecté los veinte
dedos y los fui vendando uno por uno. Traía conmigo las grageas sedantes, y le
hice tragar dos: cuatro miligramos que lo harían dormir hasta el mediodía.
Antes de concluir la cura ya cabeceaba de sueño, así que lo llevé hasta su
habitación, haciéndolo pisar con los talones, y lo dejé acostado en su humilde
cama de algarrobo.
Calenté café, y lo bebí ya más tranquilo sentado en una silla de la cocina.
El encuentro con Segundo me había calmado bastante y ahora meditaba sobre
los próximos pasos a seguir. Sobre la mesa deposité la garrafa de ácido,
trasmutado como un líquido muy negro pero de liviana densidad. Para recuperar
las rosas de piedra, los pendientes de Avalokiteshvara, derramaría aquella
substancia inservible en la pileta, y neutralizaría la acidez residual con un
poderoso detergente concentrado que descubrí en un armario. Un minuto
después, los aretes Esther se hallaban en mi bolsillo, ya vacío de armas.
Ciertamente, exageramos la artillería, y ahora descansaban sobre la mesa, la
Itaka, cincuenta cartuchos, la pistola ametralladora con su incómoda cartuchera
sobaquera, sus cargadores, las diez granadas de fragmentación, las bombas de
trotyl, y el cuchillo de monte. Más suelto de cuerpo, me cercioré con discreción
del Sueño profundo de Segundo, y decidí ocuparme de eliminar los restos de los
asesinos orientales. Provisto de una poderosa linterna de doce unidades, exploré
los alrededores de la Chacra.
Comprobé entonces que, en efecto, la edificación de la casa seguía el
trazado del antiguo pucará de Tharsy, y que la fortaleza perimetral fue reducida a
748