Page 65 - Santoro, Cesare El Nacionalsocialismo
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paciencia, con el crecimiento del prestigio de Alemania se hizo también más vehemente
el deseo de eliminar este yugo.
¡Alemanes! En los últimos años traté de poner sobre aviso a los exgobernantes de
Austria que era malo el camino elegido por ellos. La creencia de poder despojar al
hombre para siempre del amor a su pueblo de origen por la opresión y el terror sólo
pudo caber en la mente de un enajenado. La historia europea enseña que en tales casos
sólo se cría un fanatismo mayor. Este fanatismo impulsa a los opresores a emplear
métodos cada vez más duros que, a su vez, no hacen más que aumentar el odio y la
repugnancia de los oprimidos. He seguido intentando convencer a los gobernantes
austríacos responsables de que para una gran nación a la larga es imposible, por indigno,
ver constantemente que seres de su mismo pueblo, por su fe en el, por su origen o por su
adhesión a una idea, sean oprimidos, perseguidos y encarcelados. Más de 40.000
fugitivos ha tenido que acoger Alemania, otros 10.000 han pasado a las prisiones,
cárceles y campos de concentración de ese pequeño país de Austria; cientos de miles
han quedado arruinados y reducidos a la miseria. Ninguna nación del mundo podría
tolerar a la larga este estado de cosas en sus fronteras, o no merecería sino ser
despreciada.
En 1936 me esforcé en hallar un camino cualquiera, gracias al cual se pudiera aliviar el
trágico destino de este pueblo alemán hermano, para llegar así acaso a una
reconciliación efectiva. El convenio del 11 de julio se firmó solamente para infringirlo
inmediatamente después. Como antes, reinaba la carencia de derechos de la inmensa
mayoría de los austríacos sin que se modificara tampoco su indigna situación de parias
del Estado. Quien abiertamente se declaraba adicto al pueblo alemán era perseguido,
fuese obrero nacionalsocialista o jefe benemérito de la guerra mundial. Por segunda vez
intenté llegar a un entendimiento. Me esforcé en hacer comprensible al representante de
este régimen que, sin estar investido de poder legítimo, se presentaba frente a mí -el
Führer elegido por el pueblo alemán- que a la larga ese estado de cosas sería imposible,
puesto que la indignación creciente del pueblo austríaco no podría subyugarse
eternamente con una fuerza cada vez mayor y que, a partir de cierto momento, también
llegaría a ser insoportable para el Reich contemplar en silencio esa tiranía. Si hoy la
solución de problemas coloniales depende del derecho de disponer de sus destinos de
los pueblos inferiores afectados, es intolerable que 6’5 millones de ciudadanos
pertenecientes a un pueblo de antigua y gran cultura estén prácticamente desprovistos de
este derecho por la clase de régimen al cual están sometidos. De allí que yo haya
querido lograr por un nuevo convenio el que en este país se concedieran a todos los
alemanes los mismos derechos y se les impusieran obligaciones iguales. Este convenio
debía ser el complemento del tratado del 11 de julio de 1936.
Algunas semanas más tarde, por desgracia, pudimos comprobar que los hombres del
Gobierno austríaco, que acaba de caducar, no estaban dispuestos a cumplir este tratado
conforme a su espíritu sino que, con objeto de procurarse una coartada para sus
continuas violaciones a la igualdad de derechos de los alemanes austríacos, se urdió una
demanda de plebiscito destinado a privar definitivamente de sus derechos a la mayoría
de los ciudadanos de este país. La modalidad de este expediente debía ser única: Un país
que desde hace muchos años no ha tenido más elecciones, que carece de todos los
comprobantes para la inclusión de todas las personas con derecho a voto convoca a unas
elecciones que deben verificarse dentro de tres días y medio, apenas. No existen ni listas
ni tarjetas electorales. No es posible probar si las personas tienen o no derecho a voto, ni
existe obligación del secreto electoral, ni garantía para la ejecución imparcial de la
elección, ni seguridad en el escrutinio de los votos, etc.
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