Page 107 - Orgullo y prejuicio
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––Lizzy, te ordeno que te quedes y que escuches al señor Collins.
Elizabeth no pudo desobedecer semejante mandato. En un momento lo
pensó mejor y creyó más sensato acabar con todo aquello lo antes posible
en paz y tranquilidad. Se volvió a sentar y trató de disimular con empeño,
por un lado, la sensación de malestar, y por otro, lo que le divertía aquel
asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:
––Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su modestia, en vez de
perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido
usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero
permítame asegurarle que su madre me ha dado licencia para esta
entrevista. Ya debe saber cuál es el objeto de mi discurso; aunque su natural
delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado
patentes para que puedan inducir a error. Casi en el momento en que pisé
esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de
expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga las razones
que tengo para casarme, y por qué vine a Hertfordshire con la idea de
buscar una esposa precisamente aquí.
A Elizabeth casi le dio la risa al imaginárselo expresando sus
sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que
siguiese adelante. Collins continuó:
––Las razones que tengo para casarme son: primero, que la obligación
de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de
matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso
contribuirá poderosamente a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez
hubiese debido advertir en primer término, que es el particular consejo y
recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi
protectora. Por dos veces se ha dignado indicármelo, aun sin habérselo yo
insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de
Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora
Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: «Señor
Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado.
Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea
una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar