Page 110 - Orgullo y prejuicio
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––Realmente, señor Collins ––exclamó Elizabeth algo acalorada–– me

                confunde usted en exceso. Si todo lo que he dicho hasta ahora lo interpreta
                como un estímulo, no sé de qué modo expresarle mi repulsa para que quede
                usted completamente convencido.

                     ––Debe dejar que presuma, mi querida prima, que su rechazó ha sido
                sólo de boquilla. Las razones que tengo para creerlo, son las siguientes: no

                creo que mi mano no merezca ser aceptada por usted ni que la posición que
                le  ofrezco  deje  de  ser  altamente  apetecible.  Mi  situación  en  la  vida,  mi

                relación  con  la  familia  de  Bourgh  y  mi  parentesco  con  usted  son
                circunstancias importantes en mi favor. Considere, además, que a pesar de

                sus  muchos  atractivos,  no  es  seguro  que  reciba  otra  proposición  de
                matrimonio. Su fortuna es tan escasa que anulará, por desgracia, los efectos
                de su belleza y buenas cualidades. Así pues, como no puedo deducir de todo

                esto que haya procedido sinceramente al rechazarme, optaré por atribuirlo a
                su deseo de acrecentar mi amor con el suspense, de acuerdo con la práctica

                acostumbrada en las mujeres elegantes.
                     ––Le aseguro a usted, señor, que no me parece nada elegante atormentar

                a un hombre respetable. Preferiría que me hiciese el cumplido de creerme.
                Le agradezco una y mil veces el honor que me ha hecho con su proposición,

                pero me es absolutamente imposible aceptarla. Mis sentimientos, en todos
                los aspectos, me lo impiden. ¿Se puede hablar más claro? No me considere
                como  a  una  mujer  elegante  que  pretende  torturarle,  sino  como  a  un  ser

                racional que dice lo que siente de todo corazón.
                     ––¡Es  siempre  encantadora!  ––exclamó  él  con  tosca  galantería––.  No

                puedo dudar de que mi proposición será aceptada cuando sea sancionada
                por la autoridad de sus excelentes padres.

                     Ante tal empeño de engañarse a sí mismo, Elizabeth no contestó y se
                fue  al  instante  sin  decir  palabra,  decidida,  en  el  caso  de  que  Collins

                persistiese en considerar sus reiteradas negativas como un frívolo sistema
                de estímulo, a recurrir a su padre, cuyo rechazo sería formulado de tal modo
                que resultaría inapelable y cuya actitud, al menos, no  podría confundirse

                con la afectación y la coquetería de una dama elegante.
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