Page 114 - Orgullo y prejuicio
P. 114

hablarle del tema. Le rogó que tuviese compasión y que intentase convencer

                a Lizzy de que cediese a los deseos de toda la familia.
                     ––Te  ruego  que  intercedas,  querida  Charlotte  ––añadió  en  tono
                melancólico––, ya que nadie está de mi parte, me tratan cruelmente, nadie

                se compadece de mis pobres nervios.
                     Charlotte se ahorró la respuesta, pues en ese momento entraron Jane y

                Elizabeth.
                     ––Ahí está ––continuó la señora Bennet––, como si no pasase nada, no

                le importamos un bledo, se desentiende de todo con tal de salirse con la
                suya. Te voy a decir una cosa: si se te mete en la cabeza seguir rechazando

                de esa manera todas las ofertas de matrimonio que te hagan, te quedarás
                solterona; y no sé quién te va a mantener cuando muera tu padre. Yo no
                podré, te lo advierto. Desde hoy, he acabado contigo para siempre. Te he

                dicho en la biblioteca que no volvería a hablarte nunca; y lo que digo, lo
                cumplo. No le encuentro el gusto a hablar con hijas desobedientes. Ni con

                nadie.  Las  personas  que  como  yo  sufrimos  de  los  nervios,  no  somos
                aficionados  a  la  charla.  ¡Nadie  sabe  lo  que  sufro!  Pero  pasa  siempre  lo

                mismo. A los que no se quejan, nadie les compadece.
                     Las hijas escucharon en silencio los lamentos de su madre. Sabían que

                si intentaban hacerla razonar o calmarla, sólo conseguirían irritarla más. De
                modo que siguió hablando sin que nadie la interrumpiera, hasta que entró
                Collins con aire más solemne que de costumbre. Al verle, la señora Bennet

                dijo a las muchachas:
                     ––Ahora os pido que os calléis la boca y nos dejéis al señor Collins y a

                mí para que podamos hablar un rato.
                     Elizabeth  salió  en  silencio  del  cuarto;  Jane  y  Kitty  la  siguieron,  pero

                Lydia  no  se  movió,  decidida  a  escuchar  todo  lo  que  pudiera.  Charlotte,
                detenida por la cortesía del señor Collins, cuyas preguntas acerca de ella y

                de  su  familia  se  sucedían  sin  interrupción,  y  también  un  poco  por  la
                curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana fingiendo no escuchar. Con
                voz triste, la señora Bennet empezó así su conversación:

                     ––¡Oh, señor Collins!
   109   110   111   112   113   114   115   116   117   118   119