Page 155 - Orgullo y prejuicio
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observaciones de Collins a sus huéspedes sobre la pulcritud de la entrada,
entraron en la casa. Una vez en el recibidor, Collins con rimbombante
formalidad, les dio por segunda vez la bienvenida a su humilde casa,
repitiéndoles punto por punto el ofrecimiento que su mujer les había hecho
de servirles un refresco.
Elizabeth estaba preparada para verlo ahora en su ambiente, y no pudo
menos que pensar que al mostrarles las buenas proporciones de la estancia,
su aspecto y su mobiliario, Collins se dirigía especialmente a ella, como si
deseara hacerle sentir lo que había perdido al rechazarle. Pero aunque todo
parecía reluciente y confortable, Elizabeth no pudo gratificarle con ninguna
señal de arrepentimiento, sino que más bien se admiraba de que su amiga
pudiese tener una aspecto tan alegre con semejante compañero. Cuando
Collins decía algo que forzosamente tenía que avergonzar a su mujer, lo que
sucedía no pocas veces, Elizabeth volvía involuntariamente los ojos hacia
Charlotte. Una vez o dos pudo descubrir que ésta se sonrojaba ligeramente;
pero, por lo común, Charlotte hacía como que no le oía. Después de estar
sentados durante un rato, el suficiente para admirar todos y cada uno de los
muebles, desde el aparador a la rejilla de la chimenea, y para contar el viaje
y todo lo que había pasado en Londres, el señor Collins les invitó a dar un
paseo por el jardín, que era grande y bien trazado y de cuyo cuidado se
encargaba él personalmente. Trabajar en el jardín era uno de sus más
respetados placeres; Elizabeth admiró la seriedad con la que Charlotte
hablaba de lo saludable que era para Collins y confesó que ella misma lo
animaba a hacerlo siempre que le fuera posible. Guiándoles a través de
todas las sendas y recovecos y sin dejarles apenas tiempo de expresar las
alabanzas que les exigía, les fue señalando todas las vistas con una
minuciosidad que estaba muy por encima de su belleza. Enumeraba los
campos que se divisaban en todas direcciones y decía cuántos árboles había
en cada uno. Pero de todas las vistas de las que su jardín, o la campiña, o
todo el reino podía enardecerse, no había otra que pudiese compararse a la
de Rosings, que se descubría a través de un claro de los árboles que
limitaban la finca en la parte opuesta a la fachada de su casa. La mansión