Page 213 - Orgullo y prejuicio
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afectuosamente, y Collins acompañó a Elizabeth hasta el coche. Mientras

                atravesaban el jardín le encargó que saludase afectuosamente de su parte a
                toda la familia y que les repitiese su agradecimiento por las bondades que le
                habían dispensado durante su estancia en Longbourn el último invierno, y le

                encareció  que  saludase  también  a  los  Gardiner  a  pesar  de  que  no  los
                conocía. Le ayudó a subir al coche y tras ella, a María. A punto de cerrar las

                portezuelas,  Collins,  consternado,  les  recordó  que  se  habían  olvidado  de
                encargarle algo para las señoras de Rosings.

                     ––Pero  ––añadió––  seguramente  desearán  que  les  transmitamos  sus
                humildes respetos junto con su gratitud por su amabilidad para con ustedes.

                     Elizabeth no se opuso; se cerró la portezuela y el carruaje partió.
                     ––¡Dios mío! ––exclamó María al cabo de unos minutos de silencio––.
                Parece que fue ayer cuando llegamos y,  sin embargo,  ¡cuántas cosas  han

                ocurrido!
                     ––Muchas, es cierto ––contestó su compañera en un suspiro.

                     ––Hemos cenado nueve veces en Rosings, y hemos tomado el té allí dos
                veces. ¡Cuánto tengo que contar! Elizabeth añadió para sus adentros: «¡Y

                yo, cuántas cosas tengo que callarme!»
                     El viaje transcurrió sin mucha conversación y sin ningún incidente y a

                las  cuatro  horas  de  haber  salido  de  Hunsford  llegaron  a  casa  de  los
                Gardiner, donde iban a pasar unos pocos días.
                     Jane tenía muy buen aspecto, y Elizabeth casi no tuvo lugar de examinar

                su  estado  de  ánimo,  pues  su  tía  les  tenía  preparadas  un  sinfín  de
                invitaciones.  Pero  Jane  iba  a  regresar  a  Longbourn  en  compañía  de  su

                hermana y, una vez allí, habría tiempo de sobra para observarla.
                     Elizabeth se contuvo a duras penas para no contarle hasta entonces las

                proposiciones  de  Darcy.  ¡Qué  sorpresa  se  iba  a  llevar,  y  qué  gratificante
                sería para la vanidad que Elizabeth todavía no era capaz de dominar! Era

                una  tentación  tan  fuerte,  que  no  habría  podido  resistirla  a  no  ser  por  la
                indecisión en que se hallaba, por la extensión de lo que tenía que comunicar
                y por el temor de que si empezaba a hablar se vería forzada a mencionar a

                Bingley, con lo que sólo conseguiría entristecer más aún a su hermana.
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