Page 227 - Orgullo y prejuicio
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pues los oficiales encontrarán allí mujeres más atractivas. De modo que le

                servirá para comprender se propia insignificancia. De todas formas, ya no
                puede  empeorar  mucho,  y  si  lo  hace,  tendríamos  entonces  suficientes
                motivos para encerrarla bajo llave el resto de su vida.

                     Elizabeth  tuvo  que  contentarse  con  esta  respuesta;  pero  su  opinión
                seguía siendo la misma, y se separó de su padre pesarosa y decepcionada.

                Pero su carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos.
                Creía que había cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse

                pensando en males inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.
                     Si  Lydia  o  su  madre  hubiesen  sabido  lo  que  Elizabeth  había  estado

                hablando con su padre, su indignación no habría tenido límites. Una visita a
                Brighton era para Lydia el dechado de la felicidad terrenal. Con su enorme
                fantasía veía las calles de aquella alegre ciudad costera plagada de oficiales;

                se veía a sí misma atrayendo las miradas de docenas y docenas de ellos que
                aún no conocía. Se imaginaba en mitad del campamento, con sus tiendas

                tendidas en la hermosa uniformidad de sus líneas, llenas de jóvenes alegres
                y deslumbrantes con sus trajes de color carmesí; y para completar el cuadro

                se  imaginaba  a  sí  misma  sentada  junto  a  una  de  aquellas  tiendas  y
                coqueteando tiernamente con no menos de seis oficiales a la vez.

                     Si hubiese sabido que su hermana pretendía arrebatarle todos aquellos
                sueños, todas aquellas realidades, ¿qué habría pasado? Sólo su madre habría
                sido capaz de comprenderlo, pues casi sentía lo mismo que ella. El viaje de

                Lydia  a  Brighton  era  lo  único  que  la  consolaba  de  su  melancólica
                convicción de que jamás lograría llevar allí a su marido.

                     Pero  ni  la  una  ni  la  otra  sospechaban  lo  ocurrido,  y  su  entusiasmo
                continuó hasta el mismo día en que Lydia salió de casa.

                     Elizabeth iba a ver ahora a Wickham por última vez. Había estado con
                frecuencia en su compañía desde que regresó de Hunsford, y su agitación se

                había  calmado  mucho;  su  antiguo  interés  por  él  había  desaparecido  por
                completo.  Había  aprendido  a  descubrir  en  aquella  amabilidad  que  al
                principio  le  atraía  una  cierta  afectación  que  ahora  le  repugnaba.  Por  otra

                parte, la actitud de Wickham para con ella acababa de disgustarla, pues el
                joven  manifestaba  deseos  de  renovar  su  galanteo,  y  después  de  todo  lo
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