Page 230 - Orgullo y prejuicio
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CAPÍTULO XLII
Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia
familia, no podría haber for-mado una idea muy agradable de la felicidad
conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la juventud y
la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había
casado con una mujer cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían
puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su matrimonio. El
respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y
todas las perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían
venido abajo. Pero él no era de esos hombres que buscan consuelo por los
efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo confortan a
los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el
campo y los libros y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A
su mujer no le debía más que la risa que su ignorancia y su locura le
proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un
hombre desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo
saca beneficio de donde lo hay.
Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la
inconveniencia de la conducta de su padre como marido. Siempre la había
observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su cariño, por
lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus
pensamientos su continua infracción de los deberes conyugales y del decoro
que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas,