Page 263 - Orgullo y prejuicio
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tan  bien  a  nuestros  queridos  tíos,  que  no  dudo  que  accederán.  A

                     nuestro tío tengo, además, que pedirle otra cosa. Mi padre va a ir a
                     Londres con el coronel Forster para ver si la encuentran. No sé qué
                     piensan  hacer,  pero  está  tan  abatido  que  no  podrá  tomar  las

                     medidas  mejores  y  más  expeditivas,  y  el  coronel  Forster  no  tiene
                     más remedio que estar en Brighton mañana por la noche. En esta

                     situación, los consejos y la asistencia de nuestro tío serían de gran
                     utilidad. Él se hará cargo de esto; cuento con su bondad.




                     ––¿Dónde, dónde está mi tío? ––exclamó Elizabeth alzándose de la silla
                en cuanto terminó de leer y resuelta a no perder un solo instante; pero al
                llegar a la puerta, un criado la abría y entraba Darcy. El pálido semblante y

                el  ímpetu  de  Elizabeth  le  asustaron.  Antes  de  que  él  se  hubiese  podido
                recobrar  lo  suficiente  para  dirigirle  la  palabra,  Elizabeth,  que  no  podía

                pensar más que en la situación de Lydia, exclamó precipitadamente:
                     ––Perdóneme, pero tengo que dejarle; necesito hablar inmediatamente

                con el señor Gardiner de un asunto que no puede demorarse; no hay tiempo
                que perder.

                     ––¡Dios mío! ¿De qué se trata? ––preguntó él con más sentimiento que
                cortesía; después, reponiéndose, dijo––: No quiero detenerla ni un minuto;
                pero permítame que sea yo el que vaya en busca de los señores Gardiner o

                mande a un criado. Usted no puede ir en esas condiciones.
                     Elizabeth  dudó;  pero  le  temblaban  las  rodillas  y  comprendió  que  no

                ganaría nada con tratar de alcanzarlos. Por consiguiente, llamó al criado y le
                encargó que trajera sin dilación a sus señores, aunque dio la orden con voz
                tan apagada que casi no se le oía.

                     Cuando  el  criado  salió  de  la  estancia,  Elizabeth  se  desplomó  en  una
                silla, incapaz de sostenerse. Parecía tan descompuesta, que Darcy no pudo

                dejarla sin decirle en tono afectuoso y compasivo:
                     ––Voy a llamar a su doncella. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un

                vaso de vino? Voy a traérselo. Usted está enferma.
                     ––No, gracias ––contestó Elizabeth tratando de serenarse––. No se trata

                de nada mío. Yo estoy bien. Lo único que me pasa es que estoy desolada
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