Page 282 - Orgullo y prejuicio
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Como la señora Gardiner ya tenía ganas de estar en su casa se convino

                que  se  iría  a  Londres  con  los  niños  aprovechando  la  vuelta  del  señor
                Bennet.  Por  consiguiente,  el  coche  de  Longbourn  les  condujo  hasta  la
                primera etapa de su camino y trajo de vuelta al señor Bennet.

                     La señora Gardiner se fue perpleja aún al pensar en el encuentro casual
                de Elizabeth y su amigo de Derbyshire en dicho lugar. Elizabeth se había

                abstenido de pronunciar su nombre, y aquella especie de semiesperanza que
                la  tía  había  alimentado  de  que  recibirían  una  carta  de  él  al  llegar  a

                Longbourn, se había quedado en nada. Desde su llegada, Elizabeth no había
                tenido ninguna carta de Pemberley.

                     El desdichado estado de toda la familia hacía innecesaria cualquier otra
                excusa para explicar el abatimiento de Elizabeth; nada, por lo tanto, podía
                conjeturarse  sobre  aquello,  aunque  a  Elizabeth,  que  por  aquel  entonces

                sabía a qué atenerse acerca de sus sentimientos, le constaba que, a no ser
                por Darcy, habría soportado mejor sus temores por la deshonra de Lydia. Se

                habría ahorrado una o dos noches de no dormir.
                     El señor Bennet llegó con su acostumbrado aspecto de filósofo. Habló

                poco,  como  siempre;  no  dijo  nada  del  motivo  que  le  había  impulsado  a
                regresar, y pasó algún tiempo antes de que sus hijas tuvieran el valor de

                hablar del tema.
                     Por la tarde, cuando se reunió con ellas a la hora del té, Elizabeth se
                aventuró a tocar la cuestión; expresó en pocas palabras su pena por lo que

                su padre debía haber sufrido, y éste contestó:
                     ––Déjate. ¿Quién iba a sufrir sino yo? Ha sido por mi culpa y está bien

                que lo pague.
                     ––No seas tan severo contigo mismo replicó Elizabeth.

                     ––No  hay  contemplaciones  que  valgan  en  males  tan  grandes.  La
                naturaleza humana es demasiado propensa a recurrir a ellas. No, Lizzy; deja

                que una vez en la vida me dé cuenta de lo mal que he obrado. No voy a
                morir de la impresión; se me pasará bastante pronto.
                     ––¿Crees que están en Londres?

                     ––Sí; ¿dónde, si no podrían estar tan bien escondidos?
                     ––¡Y Lydia siempre deseó tanto ir a Londres! ––añadió Catherine.
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