Page 292 - Orgullo y prejuicio
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En las capitulaciones matrimoniales había cinco mil libras aseguradas

                para  la  señora  Bennet  y  sus  hijas;  pero  la  distribución  dependía  de  la
                voluntad de los padres. Por fin este punto iba a decidirse en lo referente a
                Lydia, y el señor Bennet no vaciló en acceder a lo propuesto. En términos

                de  gratitud  por  la  bondad  de  su  cuñado,  aunque  expresados  muy
                concisamente, confió al papel su aprobación a todo lo hecho y su deseo de

                cumplir los compromisos contraídos en su nombre. Nunca hubiera creído
                que  Wickham  consintiese  en  casarse  con  Lydia  a  costa  de  tan  pocos

                inconvenientes  como  los  que  resultaban  de  aquel  arreglo.  Diez  libras
                anuales era lo máximo que iba a perder al dar las cien que debía entregarles,

                pues entre los gastos ordinarios fijos, el dinero suelto que le daba a Lydia y
                los  continuos  regalos  en  metálico  que  le  hacía  su  madre  se  iba  en  Lydia
                poco menos que aquella suma.

                     Otra  de  las  cosas  que  le  sorprendieron  gratamente  fue  que  todo  se
                hiciera con tan insignificante molestia para él, pues su principal deseo era

                siempre que le dejasen tranquilo. Pasado el primer arranque de ira que le
                motivó  buscar  a  su  hija,  volvió,  como  era  de  esperar,  a  su  habitual

                indolencia. Despachó pronto la carta, eso sí tardaba en emprender las cosas,
                pero era rápido en ejecutarlas. En la carta pedía más detalles acerca de lo

                que le adeudaba a su cuñado, pero estaba demasiado resentido con Lydia
                para enviarle ningún mensaje.
                     Las  buenas  nuevas  se  extendieron  rápidamente  por  la  casa  y  con

                proporcional prontitud, por la vecindad. Cierto que hubiera dado más que
                hablar  que  Lydia  Bennet  hubiese  venido  a  la  ciudad,  y  que  habría  sido

                mejor aún si la hubiesen recluido en alguna granja distante; pero ya había
                bastante que charlar sobre su matrimonio, y los bien intencionados deseos

                de  que  fuese  feliz  que  antes  habían  expresado  las  malévolas  viejas  de
                Meryton, no perdieron más que un poco de su viveza en este cambio de

                circunstancias, pues con semejante marido se daba por segura la desgracia
                de Lydia.
                     Hacía quince días que la señora Bennet no bajaba de sus habitaciones,

                pero  a  fin  de  solemnizar  tan  faustos  acontecimientos  volvió  a  ocupar
                radiante su sitio a la cabecera de la mesa. En su triunfo no había el más
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