Page 106 - Fantasmas
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FANTASMAS


         boca tan  abierta que le saldrían  cuatro  papadas, y los ojos jun-

         tos  y porcinos  brillarían  de terror.  Pero  no,  Ella no  entraría;  le-
         vantarse  del sofá le suponía  demasiado  esfuerzo.  Durante  un

         rato  imaginó  que  salía de su  habitación  caminando  sobre  sus
         seis patas  e iba a su  encuentro,  en  cómo  gritaría y se encoge-
         ría en  el sofá.  ¿Cabía la posibilidad  de que  muriera  de un  ata-
         que al corazón?  Se la imaginó ahogándose  en  sus  gritos, la piel
         debajo del espeso  maquillaje  volviéndose  de un  feo color gris,
         parpadeando  y con  los ojos en  blanco.
               Comprobó  que era  capaz de desplazarse  si se colocaba  de
         costado  y se movía poco  a poco hacia el borde de la cama.  Con-
         forme  se  acercaba  a él trató  de imaginar  qué haría  después  de
         provocarle  el infarto  a Ella y se vio gateando en  la calurosa  ma-
         ñana de Arizona  hasta plantarse en plena autopista, con  los co-
         ches  tratando  de esquivarlo,  el aullido  de los cláxones,  el chi-
         rrido de los neumáticos  derrapando y los conductores  estrellando
         sus  camionetas  en  los postes  de teléfono,  todos  esos  palurdos
         chillando.  «Qué carajo es  esa  cosa»,  después  sacando  los rifles
         del maletero...  Pensándolo  bien, tal vez  sería mejor mantener-
          se  lejos de la autopista.
               Su idea era  llegar hasta  la casa  de Eric  Hickman,  colarse
          en  su  sótano  y esperarlo  allí.  Eric  era  un  chico  esquelético  de
          diecisiete  años,  con  una  enfermedad  de la piel que  le hacía  te-
          ner  la cara  llena  de lunares,  de la mayoría  de los cuales  brota-
          ban pequeñas  matas  de rizado  vello  púbico;  también  tenía  un
          bozo  que se  espesaba en  las comisuras  de la boca como  los bi-
          gotes  del pez  gato,  y que le había hecho  merecedor  del sobre-
          nombre  de pez coño  en  el colegio.  Eric y Francis  quedaban  en
          ocasiones  para ir al cine. Juntos habían visto dos veces  La mos-
          ca,  con  Vincent  Price; lo mismo  que La humanidad  en peligro,
          que  a Eric  le encantaba.  Cuando  supiera  lo que había  pasado
          le daría algo. Eric era  inteligente —había  leído todas  las nove-
          las de Mickey Spillane— y juntos podrían pensar  en qué hacer.



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