Page 130 - Fantasmas
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FANTASMAS



                 Max  gritó hasta quedarse ronco,  pero  sólo consiguió  ha-
           cer  salir a la señora  Kutchner,  que apareció arrastrando  los pies
           por el frente, encogida en un  intento  de entrar  en  calor, aunque
           no  hacía frío.  Cuando  llegó a la barandilla  la asió  con  las dos
           manos  y se  encorvó  hacia delante,  apoyándose  en  ella para en-
           derezarse.
                 El otoño  anterior,  por esta  época, la señora  Kutchner  es-
           taba felizmente  regordeta,  con  hoyuelos  en sus  mejillas carno-
           sas  y la cara  siempre ruborizada  por el calor de la cocina.  Aho-
           ra tenía el semblante  famélico,  con  la piel tirante  sobre el cráneo
           y los ojos febriles  y saltones dentro  de las huesudas  cuencas.  Su
           hija, Arlene —que  en aquel momento  estaba escondida con  Rudy
           en  alguna parte—,  le había  contado  en  voz  baja que  su  madre
           guardaba una  bacinilla  de latón junto a su  cama  y cada vez  que
           su  padre lo llevaba  al retrete  para  vaciarlo  vertía  unos  pocos
           centímetros  cúbicos  de sangre  maloliente.
                 —Márchate  si quieres, hijo —dijo—.  Cuando  tu hermano
           salga de donde  quiera que esté escondido,  lo mandaré a casa.
                 —¿La he despertado,  señora  Kutchner?  —preguntó.
                 La mujer negó con  la cabeza,  pero  Max  seguía  sintién-
           dose  culpable.
                 —Perdón por haberla despertado.  Soy un  ruidoso.  —Des-
           pués añadió, con  tono  de duda—  ¿No debería  estar  acostada?
                 —Pareceses  doctor, Max Van Helsing ¿No te parece  que
           tengo  bastante  con  tu padre? —preguntó  la señora  Kutchner,
           esbozando  una  débil  sonrisa  con  una  de las comisuras  de la
           boca.
                 —No,  señora.  Quiero  decir,  sí, señora.
                 Rudy habría dicho  algo ingenioso  que la habría hecho re-
           ír  a carcajadas  y aplaudir.  Rudy era  como  un  niño  prodigio
           en un programa  de variedades  de la radio.  Max, en  cambio, nun-
           ca  sabía  qué decir,  y de todas  maneras  la comedia  no  era  lo
           suyo.  No sólo por el acento,  aunque  éste siempre le hacía sen-




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