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despierto con sed durante la noche. Así, tendido en la oscuridad, mientras bebo
sorbitos de agua, me pregunto cuánto recordarán ellos, si algo recuerdan. De
algún modo, estoy convencido de que no recuerdan nada de aquello, porque no
necesitan recordar. Yo soy el único que oye la voz de la Tortuga, el único que
recuerda, porque soy el único que se quedó aquí, en Derry. Y porque ellos están
diseminados por los cuatro vientos, no tienen modo de enterarse de que sus vidas
han seguido patrones idénticos. Si los hago volver, si les muestro esos patrones...
Sí, tal vez eso mate a alguno de ellos. Tal vez los mate a todos.
Por eso lo repaso todo mentalmente. Vuelvo a ellos, tratando de recrearlos tal
como fueron y tal como pueden ser ahora, tratando de decidir cuál de ellos es el
más vulnerable. Richie Tozier, pienso a veces, era al que con más frecuencia
atrapaban Criss, Huggins y Bowers, aunque Ben era muy gordo. Bowers era el
que más miedo daba a Richie, el que más miedo nos daba a todos, pero también
los otros solían intimidarlo. Si lo llamo a California, ¿no le parecerá como el
horrible retorno de los grandes matones, dos desde la tumba, uno desde el
manicomio de Juniper Hill, donde delira hasta hoy? A veces pienso que Eddie era
el más débil. Eddie, con esa foca dominante que tenía por madre y su asma
espantosa. ¿Beverly? Trataba siempre de ser dura, pero estaba tan asustada
como el resto de nosotros. ¿Bill el Tartaja enfrentado a un horror que no termina
cuando pone la funda a su máquina de escribir? ¿Stan Uris?
Sobre la vida de todos ellos pende una hoja de guillotina, afilada como una
navaja, pero cuanto más lo pienso, más creo que ignoran la presencia de esa
hoja. Soy yo quien tiene la mano sobre la palanca. Puedo hacerla funcionar con
sólo abrir mi agenda telefónica y llamarlos, uno tras otro.
Tal vez no sea necesario. Me aferro a la debilitada esperanza de que pueda
haber confundido los gritos de mi tímida mente con la voz más grave, más
verdadera, de la Tortuga. Después de todo, ¿en qué me baso? Mellon, en julio.
Una criatura hallada muerta en la calle Neibolt, en octubre último otra en Memorial
Park, a principios de diciembre, justo antes de la primera nevada. Tal vez fue un
vagabundo, como dicen los diarios. O un loco que huyó de Derry o se mató por
remordimientos y asco de sí mismo, como dicen algunos libros que puede haber
hecho el verdadero Jack el Destripador.
Tal vez.
Pero a la chica Albrecht se la encontró frente a esa maldita casa vieja, la de
Neibolt Street... y la mataron el mismo día que a George Denbrough, veintisiete
años antes. Después, el niño johnson, descubierto en el Memorial Park, al que le
faltaba una pierna desde la rodilla. El Memorial Park es, por supuesto, el hogar de
la torre depósito de Derry y el niño fue hallado casi a su pie. La torre depósito está
a un tiro de piedra de Los Barrens. Es, también, el sitio en que Stan Uris vio a
esos niños.
A esos niños muertos.
Aun así, todo esto podría ser sólo humo y espejismos. Podría ser. O pura
coincidencia. O tal vez algo intermedio entre las dos cosas, una especie de eco
maléfico. ¿Podría ser? Tal vez. Aquí, en Derry, cualquier cosa puede ser.
Según pienso, lo que estaba aquí, antes, sigue estando aquí: lo que estuvo aquí
en 1957 y 1958; lo que estuvo aquí en 1929 y 1930, cuando la Liga de la Decencia
Blanca incendió el Black spot; lo que estuvo aquí en 1904 y 1905 y a principios de