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todo tipo de cosas. Sí. Tal vez lo lamentes más adelante, pero las encontrarás y
una vez que algo se encuentra, es imposible no haberlo encontrado, ¿verdad?
Algunas habitaciones están cerradas, pero hay llaves... hay llaves.
Sus ojos me miraron centelleando con astucia de viejo.
--Puedes llegar a pensar que has tropezado con el peor entre los secretos de
Derry... pero siempre hay uno más. Y otro. Y otro.
--¿Usted...?
--Tendrás que disculparme, por ahora. Hoy me duele mucho la garganta. Es
hora de tomar mis medicamentos y hacer la siesta.
En otras palabras: "Aquí tienes cuchillo y tenedor, amigo mío; ve a ver qué
puedes cortar con ellos."
Comencé con la historia de Fricke y la de Michaud. Siguiendo el consejo de
Carson, las arrojé a la papelera, pero antes las leí. Eran tan malas como él había
insinuado. Leí la historia de buddinger, copié las notas al pie de página y les seguí
el rastro. Eso fue más satisfactorio, pero las notas al pie de página tienen una
peculiaridad, como cualquiera sabe: son como senderos que zigzaguean por un
país silvestre y anárquico. Se bifurcan, vuelven a bifurcarse; en cualquier punto
uno puede tomar el giro indebido que lo llevará a un callejón sin salida sofocado
por la maleza o a un pantano de arenas movedizas. "Cuando encuentren una nota
al pie de página -dijo una vez un profesor de bibliotecnología a una clase de la
cual yo formaba parte-, mátenla antes de que pueda reproducirse."
Se reproduce, sí, y a veces la cría es buena, pero creo que generalmente no lo
es. Las de la tiesa obra de Buddinger, Historia de la vieja Derry (1950),
vagabundean por cien años de libros olvidados y polvorientas disertaciones
magistrales sobre historia y folclore, a través de artículos publicados en revistas
difuntas y entre aturdidoras pilas de registros municipales.
Mis conversaciones con Sandy Ives fueron más interesantes. Sus fuentes de
información se cruzaban con las de Buddinger de vez en cuando, pero sólo se
trataba de cruces. Ives había pasado buena parte de su vida registrando relatos
verbales inverosímiles casi textualmente, práctica que, para Branson Buddinger,
habrá sido equivalente a escoger el camino despreciable.
Ives había escrito una serie de artículos sobre Derry entre 1963 y 1966. Casi
todos los veteranos con quienes él había hablado entonces habían muerto cuando
yo comencé mi propia investigación pero tenían hijos, sobrinos, primos. Y una de
las verdades del mundo es esta, por supuesto: por cada veterano que muere hay
siempre un veterano que surge. Y un buen relato nunca muere, siempre pasa a la
siguiente generación. Me senté en muchos porches y galerías traseras, bebí
montones de té, latas de cerveza, cerveza casera, refrescos, agua de grifo y agua
mineral. Escuché muchísimo, mientras giraban las cintas de mi grabador.
Tanto Buddinger como Ives estaban de acuerdo en un punto: el grupo original de
colonos blancos contaba con unas trescientas personas. Eran ingleses. Tenían
estatutos y se los conocía formalmente como Compañía Derrie. La tierra que se
les otorgó cubría lo que es actualmente Derry, la mayor parte de Newport y
pequeñas tajadas de las poblaciones circundantes. Y en 1741 todos los que
estaban en el municipio de Derry simplemente desaparecieron. En junio de ese
año estaban allí, formando una comunidad que, por entonces, era de unas
trescientas cuarenta almas, pero al llegar octubre ya no estaban. La pequeña