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--Oh, sí -susurró Carson-, lo sé. Cada veintiséis o veintisiete años. Buddinger
también lo sabía. Lo saben muchos veteranos, aunque de eso no hablarán jamás,
aunque los emborraches. Déjalo así, Hanlon.
Alargó una mano que parecía la garra de un pájaro. La cerró en torno a mi
muñeca y sentí el cáncer caliente que le devoraba el cuerpo comiendo todo lo que
aun podía comerse, aunque por entonces no quedaba mucho.
--Michael... no te conviene meterte en esto. En Derry hay cosas terribles. Déjalo
así. Déjalo así.
--No puedo.
--Entonces ve con cuidado. -De pronto los ojos enormes y asustados de una
criatura me miraron desde la cara del viejo moribundo-. Ve con cuidado.
Derry.
Mi ciudad natal. Llamada así por el condado irlandés del mismo nombre.
Derry.
Aquí nací, en el Hospital de Derry. Asistí a la Escuela Primaria Municipal de
Derry, más tarde fui a la Escuela Intermedia de la calle Nueve, luego al instituto de
Derry. Fui a la Universidad de Maine, "No está en Derry, pero sí a la vuelta de la
esquina", como dicen los viejos. Y después volví directamente aquí. A la Biblioteca
Pública de Derry. Soy un hombre de ciudad pequeña llevando la vida de una
ciudad pequeña: uno entre millones. Pero...
Pero en 1879, un equipo de leñadores halló los restos de otro equipo que había
pasado el invierno aislado por la nieve en un campamento del Kenduskeag
superior... en el extremo de lo que los niños siguen llamando Los Barrens. Eran
nueve en total; los nueve, despedazados a hachazos. Habían rodado cabezas,
para no hablar de brazos, uno o dos pies... y un pene, clavado en una pared de la
cabaña.
Pero en 1851 John Markson mató a toda su familia con veneno; después,
sentado en medio del círculo que había formado con sus cadáveres, se tragó un
hongo venenoso de los peores. Su agonía debió de ser horrible. El policía que lo
encontró anotó en su informe que, en un principio, tuvo la sensación de que el
cadáver le estaba sonriendo; hizo un comentario sobre "la horrible sonrisa blanca
de Markson". La sonrisa blanca era un gran bocado del hongo mortífero. Markson
había seguido comiendo, aunque los calambres y los horribles espasmos
musculares debían de estar destrozando su cuerpo moribundo.
Pero en el domingo de Pascua de 1906 los propietarios de la fundición
Kitchener, que se levantaba donde ahora se encuentra la flamante galería
comercial, organizaron una cacería de huevos de pascua para "todos los niños
buenos de Derry". La búsqueda se llevó a cabo en el enorme edificio de la
fundición. Se cerraron las zonas peligrosas y todos los empleados se ofrecieron
para montar guardia a fin de que ningún pequeño aventurero decidiera explorar
más allá de las barreras. En el resto del edificio se escondieron quinientos huevos
de chocolate envueltos con divertidas cintas. Según Buddinger, había por lo
menos un niño participante por cada huevo. Todos corrieron riendo y chillando por
el silencio dominical de la fundición, buscando los huevos dentro de los cajones de
escritorio, entre las grandes ruedas dentadas, en los moldes del tercer piso (en las
fotografías antiguas, esos moldes parecen los de la cocina de algún gigante). Tres
generaciones de Kitchener estaban presentes vigilando el alegre alboroto, listos