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Se le acerca aunque oye el campanilleo impaciente de las llamadas detrás de
                ella (Raplh está ocupado, por cierto; tras un aterrizaje perfecto en O.Hare treinta
                minutos después, las azafatas tirarán setenta bolsitas llenas).
                   --¿Algún problema, señor? -pregunta, sonriendo. La sonrisa parece falsa e irreal.
                   --Ninguno, todo bien -dice el hombre. Ella echa un vistazo al ticket de primera
                clase puesto en la ranura del respaldo y ve que se llama Hanscom-. El vuelo es un
                poco movido, ¿verdad? Creo que tiene bastante trabajo. Por mi no se preocupe.
                Estoy... -Le dedica una sonrisa espantosa, una sonrisa que hace pensar en
                espantajos aleteando en muertos campos de otoño-. Estoy perfectamente.
                   --Se lo veía algo decaído.
                   --Estaba pensando en los viejos tiempos -dice él-. Esta noche acabo de darme
                cuenta de que existen cosas tales como los viejos tiempos, en lo que a mi
                respecta.
                   Más campanillas.
                   --Azafata... -llama alguien, nervioso.
                   --Bueno, si está seguro de que se siente bien...
                   --Pensaba en un dique que construí con unos amigos míos -dice Ben Hanscom-.
                Los primeros amigos que tuve, creo. Estaban construyendo el dique cuando... -Se
                interrumpe, sobresaltado, y ríe. es una risa franca, casi despreocupada, como la
                de un niño; suena muy extraña en ese avión sacudido- cuando les caí encima.
                Casi literalmente, es lo que hice. De cualquier modo, estaban haciendo un
                desastre con ese dique. Lo recuerdo.
                   --¡Azafata!
                   --Disculpe, señor. Debo seguir con mis rondas...
                   --Sí, por supuesto.
                   Ella se aleja deprisa, feliz de liberarse de esa mirada mortífera, casi hipnótica.
                   Ben Hanscom vuelve la cabeza hacia la ventanilla y mira hacia fuera. Se
                enciende un relámpago dentro de gruesas nubes de tormenta, catorce kilómetros
                a estribor. En el tartamudeo de luz, las nubes parecen grandes cerebros
                transparentes, llenos de malos pensamientos.
                   Se palpa el bolsillo del chaleco, pero los dólares de plata han desaparecido. De
                sus bolsillos a los de Ricky Lee. De pronto lamenta no haberse quedado con
                ninguno. Tal vez le habría sido útil. Siempre era posible, por supuesto, ir a un
                banco cualquiera (al menos cuando uno no estaba dando tumbos a ocho mil
                metros de altitud) y conseguir un puñado de dólares de plata. Pero no se podía
                hacer nada con esos malos sandwiches de cobre que el gobierno trataba de hacer
                pasar como monedas de verdad. Y tratándose de hombres lobo, vampiros y todas
                esas cosas que deambulan a la luz de las estrellas, lo que hace falta es plata,
                plata verdadera. Hace falta plata para detener a un monstruo. Hace falta...
                   Cerró los ojos. El aire, alrededor de él, estaba lleno de campanillas. El avión se
                mecía y daba tumbos y el aire estaba lleno de campanillas. ¿Campanillas?
                   No... campanadas.
                   Eran campanas. Era LA campana, la reina de todas las campanas, la que se
                esperaba durante todo el año, una vez la escuela perdía su novedad, como
                siempre ocurría al terminar la primera semana. LA campana, la que indicaba otra
                vez la libertad, la apoteosis de todas las campanas escolares.
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