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último día. Se miraba, melancólica, los mocasines baratos. Tenía un cardenal
amarillo desteñido en una de las mejillas.
--A mí me importa un cuerno aprobar o no -dijo.
Sally soltó un resoplido que decía: "Las señoritas no hablan así." Después se
volvió hacia Greta Bowie. Ben pensó que, si Sally había cometido el error de dirigir
la palabra a Beverly, era sólo por el entusiasmo de haber terminado otro curso
escolar. Sally Mueller y Greta Bowie provenían de familias ricas que vivían en la
parte oeste de Broadway; Bev, en cambio, iba a la escuela desde uno de esos
edificios baratos que había en el último sector de Main Street. Había menos de
dos kilómetros entre un barrio y otro, pero hasta los niños como Ben sabían que
en realidad estaban tan distantes como la Tierra de Plutón. Bastaba con mirar el
jersey barato de Beverly Marsh, su falda demasiado holgada, probablemente
salida de alguna caja del Ejército de Salvación, y sus mocasines raspados, para
saber la verdadera distancia entre ambos. Aun así, a Ben le gustaba más
Beverly... mucho más. Sally y Greta llevaban ropas bonitas y, probablemente, se
hacían la permanente o algo así cada mes; pero eso, en su opinión, no cambiaba
los hechos básicos. Podían hacerse la permanente todos los días; no por eso
dejarían de ser un par de mocosas malcriadas.
Beverly, en su opinión, era más simpática... y mucho más bonita, aunque él no
se habría atrevido a decírselo ni en un millón de años. Sin embargo, en lo más
crudo del invierno, cuando la luz del sol parecía un tenue amarillo, como un gato
acurrucado en el sofá, mientras la señora Douglas dictaba sus matemáticas, leía
preguntas sobre la lectura o hablaba de los yacimientos de cinc del Paraguay; en
esos días en que las clases parecían interminables y no importaba que terminaran
o no porque todo el mundo, fuera, era nieve medio derretida... En días como ésos
Ben solía mirar a Beverly de soslayo. Probablemente se había enamorado de ella
y por eso pensaba siempre en Beverly cuando Los Penguins cantaban, por radio,
Angel de la tierra: "Querida mía, te amo sin cesar..." Sí, era estúpido, pero no
importaba, porque él jamás se lo diría. Pensó que a los muchachos gordos tal vez
sólo se les permitía amar a las niñas bonitas secretamente. Si hablaba con alguien
de lo que sentía (aunque no tenía a nadie con quien hablar de eso), lo más
probable era que esa persona riera hasta ahogarse. Y si se lo decía a Berverly,
ella podía reír también (malo) o sentir náuseas de asco (peor).
--Ahora, por favor, acercaos a medida que os llame por vuestro nombre. Paul
Anderson... Carla Bordeaux... Greta Bowie... Calvin Clark... Cissy Clark...
A medida que la señora Douglas pronunciaba los nombres, los niños de quinto
curso se adelantaron uno a uno (exceptuando a los gemelos Clark, que se
levantaron, como siempre, de la mano, imposibles de distinguir, como no fuera por
el largo del pelo platinado y la vestimenta, vestido en la niña y vaqueros en el
varón). Cada uno tomó sus calificaciones y salió serenamente del aula... para
echar a correr por el pasillo hasta las grandes puertas delanteras, completamente
abiertas. Desde allí, corrieron hacia el verano y desaparecieron en él, algunos en
bicicleta, otros saltando o a lomos de caballos invisibles, golpeándose los muslos
con la palma para hacer ruido de cascos, y otros se fueron abrazados y cantando.
--Marcia Fadden... Frank Frinck... Ben Hanscom...
Él se levantó robando a Beverly Marsh la última mirada por ese verano (al
menos, eso pensó entonces) y se adelantó hasta el escritorio de la señora