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Douglas. A los once años, tenía una barriga más o menos del tamaño de Nuevo
México, envasada en un par de horrendos vaqueros cuyos remaches de cobre
lanzaban pequeños dardos de luz y hacían jsst, jsst, jsst al rozarse sus gruesos
muslos. Sus caderas se balanceaban como las de las chicas. Llevaba una
sudadera holgada, aunque hacía calor. Casi siempre usaba sudaderas holgadas,
porque su pecho le daba una terrible vergüenza; así había sido desde el primer
día de clase, tras las vacaciones de Navidad. Al verlo con una de las camisas
nuevas que le había regalado su madre, Belch Huggins, un niño de sexto grado,
había graznado: "¡Eh, miren! ¡Miren lo que le trajo Santa Claus a Ben Hanscom!
¡Un buen par de tetas!" Belch había estado a punto de sufrir un colapso por lo
gracioso de su ingenio. Otros rieron. Si ante Ben se hubiera abierto un agujero
hacia el submundo, él se habría dejado caer silenciosamente... o tal vez con un
leve murmullo de gratitud.
Desde ese día usaba sudaderas. Tenía cuatro. Era una de las pocas cosas en
las que conseguía imponerse a su madre, uno de los pocos límites que, en el
curso de su niñez, casi siempre complaciente, se sentía obligado a trazar. Si ese
día hubiera visto a Beverly Marsh riendo con los otros, sin duda habría muerto.
--Ha sido un placer tenerte como alumno, Benjamin -dijo la señora Douglas, al
entregarle sus calificaciones.
--Gracias, señora Douglas.
Un falsete burlón se oyó desde la parte trasera del aula:
--Ay, graaacias, señora Douuuglas.
Era Henry Bowers, por supuesto. Henry estaba en quinto curso, como Ben,
aunque habría debido estar en sexto, con sus amigos Belch Huggins y Victor
Criss, porque repetía curso. Ben tenía la sospecha de que iba a repetir otra vez.
La señora Douglas no lo había llamado y eso era mala señal. Ben estaba
intranquilo al respecto, porque si Henry repetía, a él le correspondería parte de la
culpa... y Henry lo sabía.
Durante los exámenes finales, la semana anterior, la señora Douglas los había
cambiado de asiento al azar, sacando sus nombres de un sombrero. Ben había
acabado junto a Henry Bowers, en la última fila. Como siempre, enroscó el brazo
alrededor de su hoja y se inclinó hacia ella, sintiendo la presión reconfortante de
su panza contra el escritorio. De vez en cuando chupaba el lápiz en busca de
inspiración.
A mitad del examen del martes, que era el de matemáticas, le llegó un susurro a
través del pasillo. Era grave, apagado y experto como el susurro de un preso
veterano al pasar un mensaje en el patio de la prisión:
--Déjame copiar.
Ben miró hacia la izquierda, directamente a los ojos negros y furiosos de Henry
Bowers. Henry era corpulento, aun para sus doce años. Brazos y piernas habían
adquirido músculos con el trabajo de labrador. Su padre, que estaba loco, según
rumores tenía unos terrenos en el extremo de Kansas Street, cerca del límite
municipal de Newport y Henry pasaba al menos treinta horas semanales
trabajando con la azada, sacando hierbas, plantando, recogiendo rocas, cortando
leña y cosechando, cuando había algo que cosechar.