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Sin duda, él pediría algo fuerte... y seguramente doble. Ella tendría que decidir si
servirle o no. Además, para complicar las cosas, había tormentas eléctricas a lo
largo de todo el trayecto y ella estaba segura de que, en algún momento, el
hombre, un tipo delgado, vestido de vaqueros y camisa de leñador va a empezar a
vomitar.
Pero cuando pasó con el primer servicio, el hombre alto sólo pidió un vaso de
agua mineral y la azafata no tardó en olvidarse de él porque había mucho que
hacer en ese vuelo.
El vuelo 41 se escurre entre los huecos de truenos y relámpagos, como un buen
esquiador colina abajo. El aire está muy movido. Los pasajeros lanzan
exclamaciones y hacen chistes intranquilos sobre los relámpagos que refulgen
entre las gruesas columnas de nubes alrededor del avión. "Mamá, ¿ése es Dios
que les está sacando fotografías a los ángeles?", pregunta un chiquillo. Y la
madre, que está bastante asustada, lanza una risa temblorosa.
El primer servicio resulta el único de ese vuelo. La señal de abrocharse los
cinturones se enciende a los veinte minutos del despegue y sigue encendida. Las
azafatas permanecen en los pasillos atendiendo las luces de llamadas, que se
encienden como fuegos artificiales.
--Qué ocupado está Ralph, esta noche -le dice la jefa de azafatas, cuando se
cruzan en el pasillo. La jefa de azafatas vuelve a la clase turista con una nueva
provisión de bolsas para el mareo.
Es en parte una clave, en parte un chiste. Ralph siempre está ocupado en esa
clase de vuelos. El avión da un tumbo, alguien deja escapar un suave grito, la
camarera gira un poco y alarga una mano para sostenerse. Y entonces mira
directamente a los ojos fijos y sin vida del hombre del 1-A.
"Oh, Dios, está muerto -piensa-. El alcohol antes de subir a bordo, después los
tumbos, el corazón... murió de miedo."
El hombre tiene los ojos fijos en los suyos, pero no la ve. No se mueven. Están
vidriosos. Son, sin duda, ojos de muerto.
La azafata se aparta de esa mirada horrible, su propio corazón le bombea en la
garganta. Se pregunta qué hacer; da gracias a Dios porque ese hombre, al menos,
no tiene un compañero de asiento que grite y provoque el pánico general. Decide
notificar primero a la jefa de azafatas y después a la tripulación masculina. Tal vez
puedan envolverlo en una manta y cerrarle los ojos. El piloto mantendrá la señal
de ajustarse los cinturones, aunque pase la tormenta, para que nadie vaya delante
para usar el baño. Cuando los otros pasajeros desembarquen, pensarán que está
simplemente dormido.
Esos pensamientos le pasan por la mente a toda velocidad. Gira hacia atrás
para confirmarlos con una mirada. Los ojos muertos, ciegos, se fijan en ella... y
entonces el cadáver toma su vaso de agua mineral y bebe un sorbo.
En ese momento el avión vuelve a dar un brinco, se inclina y el pequeño grito de
la azafata se pierde en otros gritos de miedo más estentóreos. Entonces el
hombre mueve los ojos, no mucho, pero lo suficiente para que ella comprenda:
está vivo y la mira. Y ella piensa: "Por Dios, cuando subió pensé que tenía
alrededor de cincuenta y cinco años, pero no se acerca ni remotamente a esa
edad, a pesar de las canas."