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Ben Hanscom, sentado en su butaca de primera clase, suspendido entre los
                truenos a ocho mil metros de altura, vuelve la cara hacia la ventanilla y siente que
                la muralla del tiempo se vuelve súbitamente muy delgada. Se ha iniciado una
                especie de terrible y maravillosa peristalsis. Piensa: "Dios mío, estoy siendo
                digerido por mi propio pasado."
                   Los relámpagos juegan caprichosamente sobre su cara y, aunque él no lo sabe,
                el día acaba de cambiar. El 28 de mayo de 1985 se ha convertido en 29 de mayo
                sobre el terreno oscuro y tormentoso que es, esa noche, el oeste de Illinois. Los
                agricultores, con la espalda dolorida por la siembra, duermen como benditos allá
                abajo, soñando sus sueños de mercurio, ¿y quién sabe qué cosa se mueve en sus
                graneros, sus sótanos y sus sembrados, mientras se encienden los relámpagos y
                resuenan los truenos? Nadie sabe eso; sólo se sabe que hay potencia liberada en
                la noche, que el aire está loco por la electricidad de la tormenta.
                   Pero hay campanas a ocho mil metros de altitud, cuando el avión sale otra vez al
                cielo despejado y su movimiento se estabiliza. Son campanas. Es LA campana,
                mientras Ben Hanscom duerme. Y mientras duerme, la muralla entre pasado y
                presente desaparece por completo, cae dando tumbos hacia atrás, a través de los
                años, como quien cae en un pozo profundo: el viajero del tiempo de Wells, que
                cae con una palanca rota en la mano, abajo, abajo, hasta la tierra de los Morlocks,
                donde hay máquinas que bombean y bombean en los túneles de la noche. Es
                1981, 1977, 1969. Y de pronto está, en junio de 1958; brilla el sol en todas partes
                y, detrás de los párpados soñolientos, las pupilas de Ben Hanscom se contraen a
                la orden de su dormido cerebro que no ve la oscuridad tendida sobre Illinois, sino
                el brillante sol de un día de junio, en Derry, Maine, hace veintisiete años.
                   Campanas.
                   La campana.
                   La escuela.
                   La escuela se.

                   ¡La escuela se...



                   2.


                   ... acabó!
                   La campana retumbó en los pasillos de la escuela municipal de Derry, un gran
                edificio de ladrillo de Jackson Street. A su tañido, los niños del quinto curso, donde
                estaba Ben Hanscom, lanzaron un espontáneo grito de alegría... y la señora
                Douglas, que solía ser la más estricta de las maestras, no hizo esfuerzo alguno
                por acallarlos. Tal vez sabía que habría sido imposible.
                   --¡Niños! -exclamó, al apagarse el grito-. Prestadme atención por un momento
                más.
                   Un balbuceo de cháchara excitada, mezclada con algunos gruñidos, se elevó en
                el aula. La señora Douglas tenía en la mano las calificaciones.
                   --¡Espero haber aprobado! -dijo Sally Mueller gorjeante, a Bev Marsh, que se
                sentaba en la fila vecina. Sally era inteligente, bonita, vivaz. Bev también era
                bonita, pero esa tarde no había ninguna vivacidad en ella, por más que fuera el
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