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que probablemente pensaría de ese modo casi siempre, tarde o temprano
                acabaría por atraparlo.
                   --¿Hay alguien hablando por allí atrás? -había dicho la señora Douglas en ese
                momento-. No quiero oír murmullos.
                   El silencio reinó en los diez minutos siguientes; las jóvenes cabezas
                permanecían estudiosamente inclinadas sobre las hojas que olían a tinta de
                mimeógrafo. De pronto, el susurro de Henry flotó otra vez a través del pasillo, bajo,
                apenas audible, escalofriante en la tranquila seguridad de su promesa:
                   --Date por muerto, gordo.



                   3.

                   Ben tomó su mochila y huyó, agradecido a los dioses encargados de amparar a
                los gordos de once años porque Henry Bowers, gracias al orden alfabético, no
                había podido salir primero del aula, para esperarlo fuera.
                   No corrió por el pasillo como los otros niños. Era capaz de correr con bastante
                velocidad, a pesar de su tamaño, pero tenía perfecta conciencia de su aspecto al
                correr. Pero apretó el paso y salió del vestíbulo al brillante sol de verano.
                Permaneció un momento con la cara al sol, agradecido por su calor y libertad.
                Septiembre estaba a un millón de años. El calendario podía decir otra cosa, pero
                el calendario mentía. El verano sería mucho más largo que la suma de sus días y
                le pertenecía por entero. Se sentía tan alto como la torre depósito y tan ancho
                como la ciudad entera.
                   Alguien lo empujó con fuerza. Los placenteros pensamientos escaparon de su
                mente, mientras se tambaleaba al borde de los peldaños de piedra. Se aferró a la
                barandilla justo a tiempo de evitarse una horrible caída.
                   --A ver si te apartas, bolsa de tripas.
                   Era Victor Criss, peinado con su tupé a lo Elvis, relumbrante de Brylcreem. Bajó
                los peldaños y caminó hacia el portón de entrada con las manos en los bolsillos de
                los vaqueros, el cuello de la camisa vuelto hacia arriba y tintineantes las hebillas
                de sus botas.
                   Ben, a quien el corazón seguía palpitándole por el susto, vio que Belch Huggins
                estaba de pie al otro lado de la calle fumando un pitillo. Al ver a Victor, se dirigió a
                él y le pasó el cigarrillo. Victor dio una calada, devolvió el cigarrillo a Belch y
                señaló a Ben, que ya iba por la mitad de la escalera. Dijo algo y ambos se
                separaron. La cara de Ben se encendió en una llamarada opaca. Siempre te
                cogían. Era cosa de la fatalidad o algo así.
                   --¿Tanto te gusta este lugar que piensas pasar aquí todo el dio? -dijo una voz, a
                su lado.
                   Cuando Ben se volvió, su rostro ardió aún más. Era Beverly Marsh; su pelo
                oscuro formaba una nube deslumbrante alrededor de la cabeza y sobre sus
                hombros, sus ojos tenían un adorable color gris verdoso. Llevaba un jersey con las
                mangas recogidas hasta el codo, gastado alrededor del cuello y casi tan abolsado
                como la sudadera de Ben. Demasiado abolsado, por cierto, para dejar ver si le
                estaba creciendo algo allí abajo. Pero a Ben no le importó; cuando el amor llega
                antes de la pubertad, llega en olas tan límpidas y poderosas que nadie puede
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