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resistirse a su imperativo, y Ben no hizo esfuerzo alguno por resistir. Simplemente
cedió. Se sentía tonto y exaltado a un tiempo, más miserable y azorado que
nunca... pero también bendecido. Esas emociones se mezclaron en un brebaje
embriagador que lo dejó, a la vez, descompuesto y regocijado.
--No -graznó-, creo que no.
--Bueno, me alegro de ello. Porque se acabaron las clases. Gracias a Dios.
--Que pases... -Otro graznido. Tuvo que carraspear; su rubor se acentuó-. Que
pases unas felices vacaciones, Beverly.
--Tú también, Ben. Hasta el año que viene.
Bajó rápidamente los peldaños y Ben la contempló con ojos de enamorado: el
tartán brillante de su falda, su pelo rojo contra el suéter, su cutis lechoso, un
pequeño corte que cicatrizaba en el dorso de una pantorrilla (y por algún motivo,
eso lo invadió con una oleada de sentimientos tan intensos que buscó a tientas la
barandilla: algo enorme, inarticulado, misericordiosamente breve, tal vez una señal
presexual, sin sentido para su cuerpo, donde las glándulas endocrinas aún
dormían casi sin soñar, pero brillantes como un relámpago de verano) y un
brazalete dorado que llevaba en el tobillo derecho, justo por encima del mocasín,
reflejando el sol en relucientes destellos.
Se le escapó un ruido, una especie de ruido. Bajó los escalones como un débil
anciano y se quedó al pie, observándola, hasta que ella giró a la izquierda y
desapareció tras el alto seto que separaba el patio de la acera.
4.
Esperó allí sólo un momento. Después, mientras los niños aún pasaban a su
lado chillando, en grupos, se acordó de Henry Bowers. Caminó alrededor del
edificio apresuradamente. Cruzó el patio de los más pequeños deslizando los
dedos por las cadenas de los columpios para hacerlas tintinear y saltando por
encima de los subibajas. Salió por la verja, mucho más pequeña, que daba a
Charter street y se encaminó hacía la izquierda, sin volver la vista atrás, hacia ese
montón de piedra donde había pasado casi todos los días laborables de los
últimos nueve meses. Guardó el boletín de calificaciones en el bolsillo trasero y
comenzó a silbar. Llevaba un par de bambas pesadas, pero habría dicho que sus
suelas cubrieron ocho manzanas sin tocar la acera.
Los habían dejado libres apenas pasado el medio día; su madre no llegaría a
casa por lo menos hasta las seis, porque los viernes iba al supermercado a la
salida del trabajo. Tenía el resto del día para él solo.
Fue a la plaza Mccarron por un rato y se sentó bajo un árbol sin hacer otra cosa
que susurrar ocasionalmente, "Amo a Beverly Marsh", sintiéndose más
embriagado y romántico cada vez que lo decía. En cierto momento, cuando un
grupo de chiquillos llegó al parque y comenzó a formar equipos para un partido de
béisbol, susurró dos veces las palabras "Beverly Hanscom"; después tuvo que
apoyar la cara en el césped, hasta que la hierba refrescó sus mejillas ardientes. Al
poco rato se levantó para caminar hacia la avenida Costello. Cinco manzanas más
allá estaba la Biblioteca pública; supuso que hacia allí se encaminaba desde un