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Llevaba el pelo cortado rabiosamente a la americana, tan corto que le asomaba
                el cuero cabelludo. Se untaba el mechón delantero con un pomo que siempre
                llevaba en el bolsillo de los vaqueros; como resultado, sobre la frente parecía tener
                los dientes de una trilladora. Rezumaba siempre olor a sudor y goma de mascar
                con sabor a frutas. Para la escuela, usaba una chaqueta de motociclista color rosa
                con un águila en la espalda. Cierta vez, uno de cuarto grado tuvo la mala idea de
                reírse de aquella chaqueta. Henry se arrojó sobre el pobre diablo, ágil como una
                comadreja, y le propinó un doble puñetazo con una mano sucia de trabajar. El
                chico perdió tres dientes. A Henry le dieron dos semanas de vacaciones. Ben
                había abrigado la esperanza (la esperanza difusa, aunque ardiente, del pisoteado
                y aterrorizado) de que lo expulsaran en vez de suspenderlo. No tuvo suerte. La
                moneda falsa siempre vuelve. Terminada la suspensión, Henry volvió a
                pavonearse por el patio, resplandeciente con su chaqueta rosa y el pelo tan
                untado que parecía alzarse en un grito. Exhibía en ambos ojos los rastros
                coloridos e hinchados de la paliza que le había dado el padre loco por pelear en el
                patio. Las huellas de la paliza acabaron por desvanecerse; para los niños
                obligados a coexistir con Henry en Derry, la lección no se desvaneció. Hasta
                donde Ben sabía, nadie había vuelto a mencionar la chaqueta rosa con el águila a
                la espalda.
                   Cuando susurró ásperamente a Ben que le dejase copiar, tres pensamientos
                cruzaron velozmente la mente del chico, tan raquítica como obeso era su cuerpo.
                El primero era que, si la señora Douglas pescaba a Henry copiando de su
                examen, los suspendería a los dos. El segundo, que si no le dejaba copiar, Henry
                lo atraparía después de clase y le atizaría el famoso puñetazo doble,
                probablemente mientras Huggins lo sujetaba por un brazo y Criss por el otro.
                   Ésos eran pensamientos de niño, lo que no era nada sorprendente porque él era
                un niño. El tercero y último fue más sofisticado, casi adulto.
                   "Tal vez me coja, sí. Pero tal vez pueda mantenerme fuera de su alcance
                durante la última semana d clase. Estoy bastante seguro de que puedo, si me
                esfuerzo. Y durante el verano él se olvidará, creo. Sí. Es bastante estúpido. Si le
                suspenden en este examen, tal vez repita otra vez. Y si repite, yo me adelantaré.
                Ya no estaremos en la misma aula... Iré a la secundaria antes que él... Podría...
                podría verme libre."
                   --Déjame copiar -susurró Henry otra vez. Sus ojos negros echaban chispas,
                exigentes.
                   Ben negó con la cabeza y cerró más el brazo en torno a su examen.
                   --Ya te cogeré, gordo -susurró Henry.
                   Hasta ese momento su hoja estaba en blanco, aparte del nombre. Estaba
                desesperado. Su padre lo iba a matar.
                   --Si no me dejas copiar, ya verás lo que te hago.
                   Ben volvió a negar con la cabeza, con un estremecimiento de papada. Estaba
                asustado, pero también decidido. Se dio cuenta de que, por primera vez en su vida
                había decidido conscientemente mantener una actitud y eso también lo asustó,
                aunque no supo exactamente por qué; pasarían largos años antes de que lo
                comprendiera, pero era lo frío de su cálculo, la cuidadosa y pragmática
                contabilización del costo, con sus insinuaciones de madurez, lo que le asustaba,
                más que el propio Henry. A Henry, con suerte, podría esquivarlo. La madurez, en
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