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principio. Ya casi había salido del parque cuando un niño de sexto grado, llamado
                Peter Gordon, le vio y chilló:
                   --¡Eh, Tetas! ¿Quieres jugar? ¡Necesitamos a alguien que haga de gilipollas!
                   Hubo un estallido de risas. Ben escapó tan rápido como pudo, hundiendo la
                cabeza en el cuello, como si fuera una tortuga.
                   Aun así, se consideró afortunado; bien mirado, los chicos habrían podido
                perseguirlo, aunque sólo fuera para revolcarlo en el polvo y ver si lloraba. Ese día
                estaban demasiado entretenidos en organizar el juego. Ben se sintió feliz de
                dejarlos entregados a los rituales que precedían el primer juego del verano y
                siguió su camino.
                   Tres manzanas más allá, por Costello, vio algo interesante, tal vez hasta
                provechoso, bajo un seto: un brillo de vidrio bajo la desgarradura de una vieja
                bolsa de papel. Ben cogió la bolsa. Al parecer, estaba de suerte. Dentro había
                cuatro envases de cerveza y cuatro de gaseosa grandes. Los grandes valían cinco
                centavos cada una; las de cerveza, dos centavos. Veintiocho centavos bajo el seto
                de una casa, sólo esperando que algún chico pasara a recogerlas. Pero debía ser
                un chico de suerte.
                   --Y ése soy yo -dijo Ben, alegre, sin sospechar lo que le deparaba el resto del
                día.
                   Volvió a caminar, llevando la bolsa. Una manzana más allá estaba el mercado
                de la avenida Costello y allí entró. Cambió las botellas por efectivo y la mayor
                parte del efectivo por golosinas.
                   De pie ante el escaparate de los dulces, señaló aquí y allá, encantado, como
                siempre, por el susurro de la puerta deslizante. Compró cinco barras de regaliz
                rojas y otras cinco, negras, diez chupa chups, una bolsa de caramelos, una caja
                de chicles y un paquete de fulminantes para su pistola.
                   Salió con una bolsa de golosinas en la mano y cuatro centavos en el bolsillo
                delantero de sus pantalones. Al mirar la bolsa de papel, con su carga de dulzura,
                un pensamiento trató súbitamente de subir a la superficie.
                   "Sigue comiendo así, y Beverly Marsh jamás te mirará siquiera."
                   Pero era un pensamiento desagradable, así que lo apartó; era un pensamiento
                acostumbrado a que lo apartaran.
                   Si alguien le hubiera preguntado "¿Te sientes solo, : Ben?", él habría mirado a
                ese alguien con verdadera sorpresa. Nunca se le había ocurrido esa pregunta. No
                tenía amigos, pero sí libros y sueños; tenía sus modelos de automóviles, y un
                gigantesco equipo de piezas con el que construía todo tipo de cosas. Su madre
                solía exclamar que las casas fabricadas por Ben parecían mejores que algunas
                casas de verdad. También tenía un buen Mecano y esperaba que le regalaran el
                equipo más grande por su cumpleaños, en octubre. Con uno de ésos se podía
                hacer un reloj que daba la hora de verdad y un coche con marchas y todo.
                "¿Solo?", podría haber preguntado, a su vez, desconcertado. "¿A qué te refieres?"
                   El niño ciego de nacimiento no sabe que es ciego hasta que se lo dicen. Aun
                entonces tiene sólo una idea muy vaga de lo que significa la ceguera. Sólo
                quienes han visto anteriormente comprenden de verdad qué es eso. Ben Hanscom
                no tenía la sensación de estar solo porque nunca había vivido de otro modo. Si
                aquello hubiera sido algo nuevo o más concreto, habría podido comprenderlo,
                pero la soledad abarcaba toda su vida y, a la vez, la superaba. Era, simplemente,
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