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un niño esmirriado que llevaba gafas. Ben pensaba que, sin las gafas, Tozier vería
                tan bien como Mr. Magoo, sus ojos aumentados nadaban tras las gruesas lentes
                con una expresión de sorpresa perpetua. También tenía enormes incisivos que le
                habían acarreado el sobrenombre de rabitt. Estaba en el mismo quinto curso que
                Freddy o Frankie.
                   --Mete ese palo de goma por las alcantarillas todo el día, y por la noche masca
                el chicle de la punta.
                   --¡Oh, qué horror! -había exclamado Ben.
                   --Azí ez, tezoro -dijo Tozier, y se fue.
                   Frankie o Freddy había trabajado con "El fabuloso palo de goma" a través de la
                rejilla, convencido de haber encontrado una peluca. Pensaba que quizá podría
                secarla y regalársela a su madre por su cumpleaños o algo así. Tras unos minutos
                de esfuerzos, cuando estaba por renunciar, una cara flotó en el agua lodosa del
                desagüe: una cara con hojas marchitas pegadas a sus blancas mejillas y con
                fango en sus ojos fijos.
                   Freddy o Frankie corrió a su casa, aullando.
                   Verónica Grogan asistía al cuarto curso de la escuela religiosa de Neibolt Street,
                dirigida por gente a la que la madre de Ben llamaba "los cristeros". La sepultaron
                el mismo día en que debía cumplir diez años.
                   Después de ese horror más reciente, Arlene Hanscom llamó a Ben una tarde. Se
                sentaron en el sofá de la sala. Ella le cogió las manos y lo miró fijamente a la cara.
                Ben le sostuvo la mirada.
                   --Ben -dijo ella, por fin-, ¿eres tonto?
                   --No, mamá -replicó Ben, intranquilo. No tenía la menor idea de lo que originaba
                todo eso. No recordaba haber visto tan seria a su madre.
                   --No -repitió ella-, no creo que seas tonto.
                   Luego guardó silencio por un rato, sin mirar a Ben, con la vista mas allá de la
                ventana, pensativa. El hijo se preguntó, por un momento, si se había olvidado de
                él. Todavía era joven -tenía sólo treinta y dos años-, pero el criar sola a un niño le
                había dejado sus marcas. Trabajaba cuarenta horas semanales en la
                empaquetadora de Stark, en Newport. Después de la jornada laboral, cuando el
                polvo y las hilachas de algodón habían sido demasiado densos, solía toser tanto
                que Ben se asustaba. En aquellas noches pasaba mucho tiempo despierto
                mirando por la ventana hacia la oscuridad, y preguntándose qué sería de él si su
                madre moría. Sería entonces un huérfano, suponía. Tal vez fuera acogido por la
                beneficencia estatal (eso significaba que iría a vivir con granjeros que lo harían
                trabajar desde el amanecer hasta el anochecer) o tal vez lo enviasen al asilo de
                Bangor. Trataba de decirse que era una tontería preocuparse por esas cosas, pero
                no podía dejar de hacerlo. Y tampoco se preocupaba sólo por él mismo, sino
                también por su madre. Su madre era dura e insistía en salirse con la suya en casi
                todo, pero era buena. Él la quería mucho.
                   --Sabes lo de esos asesinatos -dijo, al fin, mirándolo.
                   Él asintió.
                   --Al principio la gente creía que eran... -Vaciló ante la palabra nueva que hasta
                entonces nunca había pronunciado delante de su hijo, pero las circunstancias lo
                exigían- crímenes sexuales. Tal vez lo sean, tal vez no. Tal vez se han acabado,
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