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Tarde o temprano saldría. Y entonces Henry le haría lamentarse de haber
                nacido.



                   6.

                   Ben amaba la biblioteca.
                   Amaba su eterna frescura, perceptible aun en los días más calurosos; amaba su
                silencio murmurante, quebrado sólo por susurros ocasionales, el leve golpe de un
                sello y el rumor de las páginas vueltas en la hemeroteca, donde los ancianos leían
                periódicos encuadernados; amaba la luz que caía en diagonal por las ventanas
                altas y estrechas, por la tarde, o relumbraba en charcos perezosos, arrojados por
                los globos de luz colgados del techo, en los anocheceres de invierno mientras el
                viento silbaba fuera. Le gustaba el olor de los libros. A veces caminaba por entre
                las estanterías de los adultos contemplando aquellos millares de volúmenes
                imaginando un mundo de vidas dentro de cada uno. Le gustaba el pasillo
                acristalado que conectaba el edificio viejo con la biblioteca infantil, siempre cálida,
                aun en invierno, a menos que el tiempo hubiera estado nublado por algunos días.
                La señora Starrett, jefa de bibliotecarios de esa sección, le había dicho que era
                resultado de algo llamado "efecto invernadero" A Ben le encantaba la idea. Años
                más tarde construiría el centro de comunicaciones de la BBC y las acaloradas
                discusiones se prolongarían por años, sin que nadie supiera (excepto el mismo
                Ben) que el centro de comunicaciones no era sino el pasillo acristalado de la
                Biblioteca Pública de Derry, puesto sobre un extremo.
                   También le gustaba la biblioteca infantil, aunque no tenía el sombreado encanto
                de la antigua, con sus globos y sus escaleras de hierro curvas, demasiado
                estrechas para que las usaran dos personas; una siempre tenía que retroceder. La
                biblioteca infantil era luminosa y soleada, algo más ruidosa, a pesar de los letreros
                de "Silencio, por favor". El ruido en gran parte provenía del rincón de Pooh, donde
                iban los más pequeños a mirar libros ilustrados. Ese día, cuando Ben entró,
                acababa de empezar allí la hora de los cuentos. La señorita Davies, una
                bibliotecaria joven y bonita, estaba leyendo Los tres cabritos.
                   --¿Quién camina, trip-trap, por mi puente?
                   La señorita Davies hablaba con el tono grave y gruñón del duende del cuento.
                Algunos pequeños se cubrieron la boca, riendo, pero la mayoría se limitaba a
                mirarla con aire solemne, aceptando la voz del duende como aceptaban las voces
                de sus sueños; sus ojos graves reflejaban la eterna fascinación del cuento de
                hadas: ¿el monstruo sería derrotado o se comería a las víctimas?
                   Había carteles coloridos por doquier. Aquí, un niño bueno que se había cepillado
                los dientes hasta echar espuma por la boca como un perro rabioso; allí, un niño
                malo que fumaba ("cuando sea grande quiero estar siempre enfermo, como mi
                papá", decía el epígrafe). Allá, una maravillosa fotografía donde se veía un billón
                de puntos luminosos en la oscuridad; abajo, "Una idea enciende un millar de
                cirios". Ralph Waldo Emerson.
                   Había invitaciones a participar en la "Experiencia de los scouts". Un letrero
                sugería que "Los clubes de niñas de hoy forman a las mujeres de mañana".
                Formularios de inscripción para el juego de softball y para el teatro infantil del
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