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--No. ¿Qué pasó?
                   --Murió el otoño pasado. Alguien lo mató. Le arrancó un brazo, como quien
                arranca un ala a una mosca.
                   --¡Vaya!
                   --Antes Bill tartamudeaba un poco, pero ahora es terrible. ¿Te has dado cuenta
                de que tartamudea?
                   --Bueno... me lo pareció.
                   --Pero su cabeza no tartamudea nada. ¿Comprendes?
                   --Sí.
                   --Te lo cuento porque, si quieres ser amigo de Bill, es mejor no mencionar lo de
                su hermano. No le hagas preguntas ni nada de eso. Se pone muy nervioso.
                   --Entiendo -concordó Ben.
                   De pronto recordaba vagamente haber oído hablar del niño al que habían
                matado en el otoño. Se preguntó si su madre habría estado pensando en George
                Denbrough al regalarle el reloj o sólo en los asesinatos más recientes.
                   --¿Ocurrió después de la inundación? -preguntó.
                   --Sí.
                   Habían llegado a la esquina de Kansas y Jackson, donde tendrían que
                separarse. Algunos chicos corrían por allí, jugando. Un niño de pantaloncitos
                azules pasó junto a Ben y Eddie con aire de importancia; llevaba un sombrero a lo
                David Crockett dado vuelta, de modo que la cola le pendía entre los ojos, y llevaba
                un aro mientras chillaba:
                   --¡A coger el aro, chicos! ¡A coger el aro, chicos! ¿Queréis?
                   Los dos chicos mayores lo siguieron con la mirada, divertidos. Después Eddie
                dijo:
                   --Bueno, tengo que irme.
                   --Espera -exclamó Ben-. Tengo una idea, por si no quieres ir a las urgencias.
                   --¿Sí?
                   --¿Tienes cinco centavos?
                   --Tengo diez. ¿Para qué?
                   Ben echó un vistazo a las manchas pardas que estaban secándose en la camisa
                de Eddie.
                   --Ve a la cafetería, pide un batido de chocolate. Y vuelca la mitad en tu camisa.
                Después le dices a tu madre que se te cayó encima.
                   A Eddie le brillaron los ojos. En los cuatro años transcurridos desde la muerte de
                su padre, su madre había perdido notablemente la vista. Por vanidad (y porque no
                sabía conducir) se negaba a consultar con un oftalmólogo para que le recetara
                gafas. Las manchas de sangre seca y las de chocolate se parecen bastante.
                Quizá...
                   --Podría ser -dijo.
                   --Pero si se da cuenta, no le digas que la idea fue mía.
                   --De acuerdo -aceptó Eddie-. Hasta luego, cara de borrego.
                   --Adiós.
                   --No -explicó Eddie, con paciencia-. Cuando te digo eso, tienes que responder:
                "Hasta luego, cara de pato."
                   --¡Ah! Hasta luego, cara de pato.
                   --Bien. -Eddie sonrió.
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