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Entraba allí con frecuencia, pero no porque le gustara estar allí. La habitación
estaba tan llena de la presencia de George que parecía embrujada. Cuando
entraba, n o podía dejar de pensar que, en cualquier momento, la puerta del
armario se abriría chirriando. Y allí estaría Georgie, entre las camisas y los
pantalones que ano colgaban de sus perchas, un Georgie cubierto por un
impermeable ensangrentado, con una manga amarilla colgante y vacía. Sus ojos
serían inexpresivos y horribles, ojos de zombie, como en las películas de terror.
Cuando saliera del armario, sus botas chapotearían al caminar por el cuarto, hacia
donde estaba Bill, sentado en su cama, petrificado de horror.
Si cualquier noche de ésas, mientras él estaba allí, sentado en la cama de su
hermano, se hubiera cortado la luz, habría tenido un ataque al corazón,
probablemente fatal, en cuestión de diez segundos. De todos modos, entraba.
Junto con el miedo al fantasma de George, había una necesidad muda y
suplicante, un ansia de superar, de algún modo, la muerte de George y de
encontrar alguna manera de seguir viviendo. No de olvidar a George, sino de
hacerlo menos tétrico. Se daba cuenta de que sus padres no tenían mucho éxito
en el intento; si quería hacerlo por sí mismo, tendría que hacerlo solo.
Pero no era tan sólo por él mismo que entraba en esa habitación; también
entraba por Georgie. Había querido a George; en vida de él se llevaban bastante
bien. Oh, tenían sus malos momentos; bill podía dar a George un buen coscorrón,
o George acusaba a Bill cuando bajaba a la cocina a hurtadillas, para acabar con
la crema de limón, pero en general se entendían. Ya era bastante terrible que
George hubiera muerto. Pero que él lo convirtiera en una especie de monstruo
espeluznante, eso era todavía peor.
Echaba de menos al pequeño, ésa era la verdad. Echaba de menos su voz y su
risa, el modo en que sus ojos solían buscar los de él, llenos de confianza, seguros
de que Bill tenía la respuesta a cualquier problema. Y había una cosa rarísima: a
veces sentía que quería a George mucho más cuando le tenía miedo, pues en ese
miedo (cuando temía que un George zombi estuviera acechando en el ropero o
debajo de la cama) recordaba mejor su cariño por George. En su esfuerzo por
reconciliar esas dos emociones, el cariño y el terror, Bill se sentía muy cerca de
hallar la resignación definitiva.
Ésas no eran cosas que él hubiera podido expresar; en su mente, las ideas eran
sólo una maraña incoherente. Pero su corazón comprendía, y con eso bastaba.
A veces ojeaba los libros de George. Otras veces repasaba sus juguetes.
Desde diciembre no había mirado el álbum de fotografías de George.
Esa noche, después de su encuentro con Ben Hanscom, Bill abrió la puerta del
armario (preparándose, como siempre, para enfrentarse a la presencia de Georgie
con su impermeable ensangrentado, entre la ropa colgada; esperando, como
siempre, ver una mano pálida salir de la oscuridad para aferrarle el brazo) y tomó
el álbum del estante superior.
"Mis fotografías", rezaba la portada con letras de oro. Abajo, pegadas con cinta
Scotch ya algo amarillenta y desprendida, varias palabras cuidadosamente
impresas: "George Elmer Denbrough, a los 6 años." Bill lo llevó a la cama donde
Georgie dormía, con el corazón más acelerado que nunca. No sabía por qué
volvía a sacar el álbum, después de lo que había pasado en diciembre.