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Sentía el sudor en la frente, como solía ocurrirle en la escuela, cuando la
                maestra tenía que llamarlo a dar la lección. Su voz sonaba estridente, pero no
                pudo bajarla. Las palabras le despertaban ecos en la cabeza, como campanas
                enloquecidas. Levantaban ecos, se atascaban, volvían a brotar.
                   --¿S-sabéis cu-cu-cuántos?
                   --Uno para subirse a la mesa y sujetar la bombilla y cuatro para dar vueltas a la
                mesa -dijo Zack Denbrough distraídamente, mientras volvía la página.
                   --¿Decías algo, querido? -preguntó la madre.
                   En Noche de teatro, el hermano sacerdote decía al hermano delincuente que se
                entregara y rezara pidiendo perdón.
                   Bill seguía allí, sudando, pero frío... muy frío. Hacía frío allí porque, en realidad,
                él no era el único libro entre esos dos sujetalibros; Georgie todavía estaba allí,
                sólo que ahora era un georgie invisible, un Georgie que nunca pedía palomitas de
                maíz ni aullaba porque Bill lo pellizcaba. Esa nueva versión de George nunca
                hacía travesuras. Era un Georgie manco, pálido, pensativo y silencioso a la luz
                azul y blanca, sombreada, del Motorola. Tal vez no eran sus padres, sino George
                el que emitía ese gran frío. Tal vez era George el verdadero asesino de los
                páramos blancos. Por fin, Bill huyó de ese hermano frío e invisible y subió a su
                cuarto, donde se tendió boca abajo en la cama para llorar sobre la almohada.
                   El cuarto de George seguía tal como estaba en el día de su muerte. Dos
                semanas después del entierro, Zack había puesto unos cuantos de sus juguetes
                en una caja de cartón para entregarlos a Cáritas y al Ejército de Salvación. Sharon
                Denbrough lo había visto salir con la caja en los brazos y se había desquiciado.
                Bill, al verla, cayó contra la pared, con las piernas súbitamente flojas. Su madre
                parecía tan loca como Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein.
                   --"¡No te atrevas a tocar sus cosas!" -chilló.
                   Zack, encogiendo el cuerpo, llevó la caja de juguetes al cuarto de George, sin
                decir palabra. Incluso puso cada cosa en el mismo sitio en que se encontraba. Bill,
                al entrar, vio a su padre arrodillado junto a la cama de George (cuyas sábanas la
                madre seguía cambiando, aunque sólo una vez por semana, en vez de dos), con
                la cabeza entre los brazos musculosos y peludos. Su padre estaba llorando, y eso
                aumentó su terror. De pronto se le ocurría una espantosa posibilidad: quizá, a
                veces, las cosas no salían mal una sola vez; quizá, a veces, seguían cada vez
                peor y peor, hasta que todo estaba completamente arruinado.
                   --P-p-p-papá...
                   --Anda, Bill -dijo el padre con voz sofocada y estremecida. Su espalda subía y
                bajaba. Bill ansiaba tocar esa espalda para ver si su mano podía aquietar esas
                sacudidas desesperadas. No se abrevió-. Anda, vete.
                   Se paseó por el pasillo de la planta alta, mientras oía que la madre también
                lloraba abajo, en la cocina. Era un ruido chillón y desolado. Bill pensó: "¿Por qué
                lloran tan separados?" Y de inmediato apartó de sí el pensamiento.



                   9.


                   En la primera noche de las vacaciones, Bill entró en la habitación de Georgie. El
                corazón le palpitaba pesadamente, sentía las piernas rígidas y torpes de tensión.
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