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Esos certámenes de gritos iban y venían en ciclos. Eran más comunes a finales
de mes, cuando llegaban las facturas. De vez en cuando si las cosas empeoraban,
pasaba un policía llamado por algún vecino y les pedía que bajaran la voz. Eso
solía terminar con el asunto. La madre solía señalar al agente con un dedo,
desafiándolo a detenerla, pero el padrastro rara vez abría la boca.
Eddie estaba seguro de que su padrastro tenía miedo de la policía.
En esos períodos de tensión, el chico prefería pasar inadvertido. Era lo más
prudente. Bastaba con recordar lo que le había pasado a Dorsey. Eddie no
conocía los detalles y no quería conocerlos, pero se hacía una buena idea.
Opinaba que Dorsey había estado en el sitio menos adecuado en el momento
menos conveniente: el garaje, el último día del mes. A él le habían dicho que
Dorsey había caído por la escalerilla, en el garaje. "Cincuenta veces le dije que no
se subiera allí", decía el padrastro. Pero su madre no había podido mirarlo;
cuando, por casualidad, sus ojos se encontraron, Eddie vio en los de ella un
pequeño destello de miedo que no le gustó. El viejo se sentaba a la mesa de la
cocina, con una botella de cerveza, mirando la nada por debajo de sus
prominentes cejas. Eddie se mantenía fuera de su alcance. Cuando el padrastro
gritaba se podía vivir. Era cuando dejaba de gritar que se hacía preciso andar con
cuidado.
Dos noches antes, le había arrojado a Eddie una silla cuando el chico se levantó
para ver qué ponían en el otro canal. No hizo más que levantar una de las sillas de
aluminio de la cocina, alzarla por encima de su cabeza, y arrojarla. Pegó a Eddie
en el trasero y lo hizo caer. Todavía le dolía la retaguardia, pero la cosa habría
sido peor si le hubiera dado en la cabeza.
Y después, aquella noche en que el viejo se había levantado, súbitamente, para
frotarle el pelo con un puñado de puré de patatas, sin el menor motivo. Un día, a
finales de septiembre, Eddie, al volver de la escuela, cometió la estupidez de dejar
que la puerta trasera se cerrara ruidosamente mientras el padrastro dormía la
siesta. Macklin salió del dormitorio en calzoncillos, con el pelo en tirabuzones, las
mejillas erizadas con la barba del fin de semana y el aliento hediendo a la cerveza
del fin de semana. "Bien, Eddie -dijo-, tengo que dártela por haber golpeado esa
maldita puerta." En el léxico de Rich Macklin, "dártela" era el eufemismo que
significaba "reventarte a golpes". Y fue lo que hizo con Eddie, aquel día. Eddie ya
estaba inconsciente cuando el viejo lo arrojó al vestíbulo. La madre había puesto
allí un par de percheros bajos, para que los chicos colgaran sus chaquetas. Esos
ganchos le clavaron duros dedos acerados en la parte baja de la espalda, y
entonces se desmayó. Cuando volvió en sí, diez minutos después, su madre
estaba gritando que iba a llevar a Eddie al hospital y que él no podría impedírselo.
--¿Después de lo que le pasó a Dorsey? -había observado el padrastro-.
¿Quieres ir a la cárcel, mujer?
No se volvió a hablar de hospitales. Ella ayudó a Eddie a meterse en la cama,
donde quedó temblando con la frente bañada de sudor. En los tres días siguientes
sólo salió de su habitación cuando estaba solo en la casa. Entonces bajaba lenta y
trabajosamente a la cocina, para coger el whisky que el padrastro guardaba bajo
el fregadero. Unos tragos atenuaban el dolor. Hacia el quinto día, el dolor había
desaparecido casi por completo, pero orinó sangre por dos semanas.
Y el martillo ya no estaba en el garaje.