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Fijó la vista en la farola que había en el portón principal del parque. Se encaminó
                hacia allí, algo más rápido, pensando: "Llegaré hasta la luz, y pasará el susto,
                llegaré hasta la luz, y pasará el susto. Luz plena, no más pena, noche buena..."
                   Algo lo seguía.
                   Eddie lo sintió avanzar pesadamente por el bosquecillo de sauces. Si volvía la
                cabeza lo vería. Lo estaba alcanzando. Ya oía sus pasos, una especie de marcha
                arrastrada, chapoteante. Pero no quiso mirar atrás; no, miraría hacia la luz y
                continuaría avanzando hacia ella, y ya estaba casi llegando, casi...
                   Fue el hedor lo que le hizo mirar atrás. Un hedor mareante, como una montaña
                de pescado convertida en carroña bajo el calor del verano. Era el olor de un
                océano muerto.
                   Ya no era Dorsey quien lo seguía. Era el Monstruo de la Laguna Negra. Tenía el
                hocico largo. Un fluido verde goteaba desde dos aberturas negras en sus mejillas,
                como bocas verticales. Sus ojos eran blancos y parecían de gelatina. Sus dedos
                con escamas tenían uñas que parecían hojas de afeitar. Respiraba con un ruido
                burbujeante y grave, como el de un buzo con el regulador atascado. Cuando vio
                que Eddie lo miraba, sus labios verdinegros se contrajeron, descubriendo unos
                colmillos enormes en una sonrisa muerta y vacua.
                   Iba tras él, chorreando, y Eddie lo comprendió súbitamente: quería llevárselo al
                canal, llevarlo a la húmeda negrura del pasaje subterráneo del canal. Para
                devorarlo.
                   Eddie echó a correr. La farola del portón estaba más cerca. Ya podía ver su halo
                de insectos y polillas. Un camión pasó a poca distancia. La mente desesperada de
                Eddie se dijo que el conductor quizá iba bebiendo café mientras escuchaba
                música por la radio sin saber que, a menos de doscientos metros, había un niño
                que, en unos segundos, podía morir.
                   El hedor. El abrumador hedor se acercaba y lo rodeaba por completo.
                   Tropezó contra un banco del parque. Su asiento asomaba a cuatro o cinco
                centímetros desde el pasto, verde sobre verde, casi invisible en la oscuridad. El
                borde se clavó contra la espinilla de eddie, causando un estallido de vidrioso dolor.
                Cayó al pasto.
                   Al mirar atrás vio que el monstruo se acercaba, centelleantes sus ojos, con las
                escamas chorreando lodo del color de las algas; las agallas subían y bajaban en el
                cuello abultado, abriendo y cerrando las mejillas.
                   --¡Aggg! -graznó Eddie. Al parecer, no podía decir otra cosa-. ¡Aggg! ¡Aggg!
                ¡Aggg!
                   Ahora se arrastraba, hundiendo los dedos en el césped, con la lengua fuera.
                   Un segundo antes de que las manos callosas del monstruo, apestando a
                pescado, se cerraran alrededor de su cuello, tuvo una idea consoladora: "Esto es
                un sueño; no puede ser de otra manera. No hay ningún monstruo, no hay ninguna
                Laguna Negra. Y aunque la hubiera, eso era en Sudamérica o en los pantanos de
                Florida, algo así. Esto es sólo un sueño. Voy a despertar en mi cama, o tal vez
                entre la hojarasca bajo el estrado de la orquesta, y..."
                   Aquellas manos de batracio atenazaron su cuello. Los gritos ásperos de Eddie
                se ahogaron. Cuando el monstruo le hizo girar, los ganchos que brotaban de sus
                dedos garabatearon marcas sangrantes, como caligrafía, en su cuello. El chico
                miró aquellos ojos blancos, relucientes. Sintió que los dedos le apretaban el cuello
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