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--Apártate, Mickey -decía, encajando la manivela en la base del radiador. Y
cuando el Ford A estaba, por fin, en marcha, decía que al año siguiente lo
cambiaría por un Chevrolet. Pero nunca lo hacía. Ese viejo híbrido Ford A aún
estaba tras la casa, hundido en la hierba hasta los ejes.
Cuando funcionaba, con Mike ya sentado junto a su padre olfateando el aceite
caliente y los humos de escape, entusiasmado por la brisa que entraba por el
agujero sin vidrios, pensaba: "Ya está aquí la primavera. Todos estamos
despertando." Y en su alma se elevaba un hurra silencioso. Sentía amor hacia
todo lo que le rodeaba y, sobre todo, hacia su padre, que le sonreía, exclamando:
--¡Sujétate, Mickey! ¡Allá vamos!
Y volaba por la carretera, con las ruedas traseras escupiendo tierra negra y
arcilla gris. Los dos se bamboleaban dentro de la cabina, sobre el asiento sofá,
riendo como tontos. Will hacía pasar el Ford A por la hierba alta del sembrado
trasero que se reservaba para el heno, ya hacia el sembrado del sur (patatas), el
del oeste (maíz y habas) o el del este (guisantes, calabazas y calabacines). Los
pájaros salían volando desde la hierba al paso del camión, chillando de terror. Una
vez fue una codorniz la que alzó el vuelo, ave magnífica, tan parda como los
robles al avanzar el otoño. El explosivo zumbar de sus alas se escuchó aun por
encima del rugido del motor.
Esos paseos eran la puerta de Mike Hanlon hacia la primavera.
El trabajo del año se iniciaba con la cosecha de rocas. Durante una semana,
todos los días, sacaban el Ford A y cargaban la parte trasera de piedras que
hubieran podido romper una hoja de arado cuando llegara el momento de abrir la
tierra y plantar. A veces el camión se atascaba en el barro de primavera y Will
mascullaba por lo bajo; palabrotas, suponía Mike. Él conocía algunas de esas
palabras y expresiones, pero otras, como "hijo de una gran ramera", lo intrigaban.
Había encontrado esa palabra en la Biblia y, hasta donde captaba la situación, una
ramera era una mujer que venía de un sitio llamado Babilonia. Una vez decidió
preguntárselo al padre, pero el Ford A estaba hundido en el barro hasta los
amortiguadores, de modo que decidió esperar mejor oportunidad pues había
nubes de tormenta en el ceño de su padre. Acabó consultándolo con Richie
Tozier, y Richie le dijo lo que su propio padre le había explicado: que una ramera
era una mujer a la que se pagaba para que tuviera relaciones sexuales con los
hombres.
--¿Qué quiere decir tener relaciones sexuales? -preguntó Mike.
Richie se había alejado apretándose la cabeza con las manos.
En cierta ocasión, Mike preguntó a su padre por qué, si todos los años pasaban
abril cosechando piedras, siempre había más piedras al abril siguiente.
Estaban de pie ante el vertedero, al atardecer del último día de la cosecha de
piedras de ese año. Un camino de tierra apisonada que no se merecía el nombre
de carretera iba desde el fondo del sembrado oeste hasta ese barranco, próximo a
la ribera del Kenduskeag. El barranco era un confuso montón de rocas extraídas
de año en año de los terrenos de Will.
Will había contemplado esas malas tierras, que él había cultivado sólo al
principio, con ayuda de su hijo después (bajo esas rocas, él lo sabía, estaban los
restos podridos de los tocones que él mismo había arrancado, de uno en uno,
antes de poder arar). Encendió un cigarrillo y dijo: