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temblando y con la idea de que debía desayunar rápidamente para ir en bicicleta a
                la ciudad.
                   Allí, en Bassey, la niebla tenía un olor desagradable: olor marino, salado y
                rancio. No era la primera vez que lo percibía, por supuesto. En las nieblas del
                amanecer, muchas veces en Derry se olfateaba la presencia del océano, aunque
                la costa estaba a sesenta kilómetros de allí. Pero el olor de esa mañana parecía
                más denso. Casi peligroso.
                   Algo atrajo su mirada. Se agachó para recoger una navaja barata, de dos hojas.
                Alguien había grabado en el flanco las iniciales E. C. Mike la contempló por un
                momento, antes de guardársela en el bolsillo. El que pierde llora, el que encuentra
                atesora.
                   Miró a su alrededor. Cerca de donde había encontrado la navaja, había un
                banco tumbado. Lo puso en posición correcta. Más allá del banco vio un sitio
                donde el pasto estaba aplastado... y a partir de allí, dos surcos. El césped ya
                comenzaba a levantarse, pero los surcos aún eran nítidos. Se alejaban en
                dirección al canal.
                   Y había sangre ("el pájaro, acuérdate del pájaro, acuérdate del"). Pero no quería
                acordarse del pájaro; por eso apartó la idea. "Una pelea de perros, eso es todo.
                Uno debe de haber salido malherido." Era una idea convincente, pero por algún
                motivo no lo convenció. Los recuerdos del pájaro insistían en volver: el que había
                visto en la fundición Kitchener, un ejemplar que Stan Uris nunca habría hallado en
                su libro sobre aves.
                   "Basta. Vete de aquí", se dijo.
                   Pero en vez de irse, siguió los surcos. Mientras los seguía; concibió en su mente
                una pequeña historia. Era un caso de asesinato. Veamos: un chico que no ha
                vuelto a su casa está en la calle después del toque de queda. El asesino lo atrapa.
                ¿Y cómo se deshace del cadáver? Lo arrastra hasta el canal y lo arroja allí, por
                supuesto. ¡Igual que en Alfred Hitchcock presenta!
                   Las marcas que estaba siguiendo podían, sí, haber sido dejadas por un par de
                zapatos y bambas llevados a rastras.
                   Mike se estremeció y miró a su alrededor, intranquilo. La historia parecía
                excesivamente real.
                   "Y supongamos que no lo hizo un hombre, sino un monstruo. Como en las
                historietas de terror o en los libros de terror o en las películas de terror o en un mal
                sueño. En un cuento de hadas o algo así."
                   Decidió que la historia no le gustaba. Era estúpida. Trató de quitársela de la
                cabeza, pero no pudo. Era una idiotez. Había sido una idiotez ir a la ciudad esa
                mañana. Y otra idiotez seguir esos dos surcos en el césped. Su padre le tendría
                preparadas un montón de tareas para hacer en casa. Tenía que volver y poner
                manos a la obra si no quería que la hora más calurosa de la tarde lo encontrara en
                el granero, apilando heno. Sí, tenía que volver. Y eso era lo que iba a hacer.
                   "Por supuesto -pensó-: ¿Qué quieres apostar?"
                   En vez de volver a su bicicleta y regresar a casa para comenzar con sus tareas,
                siguió los surcos por el pasto. Aquí y allá había más gotas de sangre, ya medio
                seca. Pero no mucha. No tanta como allá atrás, junto al banco que había
                enderezado.
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