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Ahora se oía el canal, que corría serenamente. Un momento después, vio el
borde de cemento materializado en la niebla.
Allí, en el césped, había algo más. "Vaya, hoy es mi día de suerte", dijo su
mente con dudoso ingenio. Una gaviota graznó en alguna parte y Mike se encogió
de miedo, pensando otra vez en el pájaro que había visto aquel día de primavera.
"No sé qué hay en el pasto y no quiero mirar." Eso era muy cierto, oh, sí, pero ya
estaba allí, inclinándose para ver qué era, con las manos apoyadas en los muslos.
Un trocito de tela desgarrada con una gota de sangre. La gaviota volvió a
graznar. Mike miró fijamente el jirón ensangrentado y recordó lo que le había
pasado en la primavera.
5.
Todos los años, durante abril y mayo, la granja de los Hanlon despertaba de su
somnolencia invernal.
Mike reconocía la llegada de la primavera, no cuando en las ventanas de la
cocina aparecían los primeros azafranes ni cuando los niños empezaban a llevar
sacos y canicas a la escuela, ni siquiera cuando los Senators de Washington
inauguraban la temporada de béisbol, sino cuando el padre le gritaba que le
ayudara a sacar el camión del granero. La mitad delantera era un viejo automóvil
Ford A; la de atrás, una camioneta cuya trasera estaba hecha con los restos de la
puerta del gallinero viejo. Si el invierno no había sido demasiado frío, entre los dos
solían ponerlo en marcha simplemente empujándolo camino abajo. La cabina no
tenía puertas, ni parabrisas. El asiento era la mitad de un viejo sofá que Will
Hanlon había recogido en el vertedero de Derry. El pomo de la palanca de cambio
era un picaporte redondo, de vidrio.
Lo empujaban camino abajo, uno de cada lado cuando empezaba a rodar con
facilidad, Will subía de un salto, daba el contacto, pisaba el embrague y ponía la
primera con la manaza cerrada sobre el pomo de puerta. Después gritaba:
"¡Empújame hasta que pase lo difícil!"
Soltaba el embrague y el viejo motor Ford tosía, se ahogaba, lanzaba
escupitajos... y a veces arrancaba, con trabajo al principio, suavizándose después.
Will rugía colina abajo, hacia las granjas Rhulin, y usaba ese camino de entrada
para dar la vuelta (si hubiera ido en dirección contraria, Butch, el loco, el padre de
Henry Bowers, probablemente le habría volado la cabeza con un rifle). Después
volvía, haciendo bramar el motor sin silenciador, mientras Mike brincaba de
entusiasmo, lanzando vítores. La madre, a la puerta de la cocina, se secaba las
manos con un repasador y fingía un desagrado que, en realidad, no sentía.
Otras veces el camión no arrancaba. Entonces Mike tenía que esperar a que su
padre volviera del granero llevando la manivela y murmurando por lo bajo. Mike
estaba muy seguro de que algunas de esas palabras murmuradas eran
palabrotas; en esos momentos su padre le inspiraba un poco de miedo. (Sólo
mucho más tarde, durante una de las interminables visitas al hospital donde Will
Hanlon agonizaba, descubrió que su padre murmuraba porque la manivela una
vez lo había golpeado al escapar de su sitio, haciéndole un corte en la boca.)