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Pero a Mike le gustaban la mayoría de lugares de Derry que su padre le hacía
visitar. A los diez años, Will había logrado ya transmitirle su propio interés por los
estratos de la historia de Derry. A veces, mientras deslizaba los dedos por la
rugosa superficie donde se asentaba el baño de los pájaros o cuando se
agachaba para inspeccionar las vías de tranvías, entonces le asaltaba una
profunda sensación de tiempo: el tiempo como algo real, como algo que tenía un
peso invisible, así como la luz del sol, supuestamente, tenía peso (algunos de los
chicos, en la escuela, se habían reído al decirles eso a la señora Greengus, pero
Mike se sentía demasiado aturdido por el concepto como para reír. Su primer
pensamiento fue "¿La luz tiene peso? Oh, Dios, eso es terrible"). El tiempo, como
algo que, tarde o temprano, lo enterraría.
La primera nota que le dejó su padre, aquella primavera de 1958, estaba
garabateada en el dorso de un sobre y sujeta bajo un salero. El aire tenía una
dulce tibieza primaveral y su madre había abierto todas las ventanas. "No hay
tareas -decía la nota-. Si quieres, ve en bicicleta por Pasture Road. Verás, a la
izquierda, un montón de escombros y maquinarias viejas. Echa un vistazo y trae
un recuerdo. ¡No te acerques al sótano! Y vuelve antes del oscurecer. Ya sabes
por qué."
Mike sabía por qué, claro que sí.
Dijo a su madre a dónde iba y ella frunció el ceño.
--¿Por qué no preguntas a Randy Robinson si puede ir contigo?
--Sí, bueno. Pasaré a preguntarle -dijo Mike.
Lo hizo, pero Randy había ido con su padre a Bangor para comprar semillas de
patatas. Así que Mike siguió en su bicicleta solo, hasta Pasture Road. Era un
trayecto largo: algo más de seis kilómetros. Mike calculó que eran las tres cuando
apoyó la bicicleta contra la vieja cerca de madera, al costado izquierdo de Pasture
Road, y trepó por ella. Tendría una hora para explorar, antes de iniciar el regreso.
Habitualmente, su madre no se enfadaba siempre que estuviese de regreso a las
seis, hora en que servía la cena, pero un episodio memorable le había enseñado
que ese año las cosas eran distintas. En la única ocasión en que llegó tarde a
cenar, encontró a su madre casi histérica. Lo azoto con el paño de secar los
platos, mientras el chico permanecía boquiabierto ante la puerta de la cocina, con
la trucha en el cestito, a sus pies.
--¡No vuelvas a darme semejantes sustos! -gritó la madre-. ¡Nunca más, nunca
más!
Cada nunca más era acentuado por otro azote con el paño de cocina. Mike
esperaba que su padre interviniera para interrumpir aquello, pero Will no lo hizo.
Tal vez sabía que, si se entrometía, ella volcaría también contra él su furia de gata
salvaje. Y Mike aprendió la lección; sólo hizo falta una azotaina con el trapo de los
platos. En casa antes del oscurecer.
Cruzó el terreno hacia las titánicas ruinas que se levantaban en el centro. Eran,
por supuesto, los restos de la fundición Kitchener. Aunque él había pasado por allí,
nunca se le hubiera ocurrido explorarlas y tampoco había sabido de ningún chico
que lo hiciera. En ese momento, al agacharse para examinar algunos ladrillos
tumbados que formaban un tosco mojón, creyó comprender el motivo. El terreno
estaba soleado de una forma deslumbrante, bañado por el sol de primavera
(ocasionalmente, al pasar una nube frente al sol, una gran persiana de sombras