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Pero esa curiosidad entristecida, casi febril, no lo dejó en paz. Se acercó al
sótano, paso a paso, trémulo, consciente de que, en cuanto la viga de madera
estuviera fuera de su alcance, ya no tendría de dónde sujetarse, consciente
también de que el suelo estaba embarrado y poco firme. A lo largo del borde se
veían depresiones como tumbas donde el suelo había cedido y comprendió que
en esos lugares se habían producido derrumbes.
Con el corazón palpitando, con el paso duro y medido de un soldado, llegó al
borde y miró hacia abajo.
Anidado en el sótano, el pájaro levantó la mirada.
En un principio, Mike no estuvo seguro de lo que veía. Todos los nervios de su
cuerpo parecían congelados, incluyendo los que transportaban el pensamiento. No
era sólo por el espanto de ver a un pájaro monstruoso con el pecho naranja como
el de un petirrojo y el plumaje descoloridamente gris, como el de un gorrión. Era,
sobre todo, por el espanto de lo inesperado. Había ido preparado para ver restos
de maquinaria medio sumergidos en charcos de agua estancada y en lodo negro.
En cambio, estaba viendo un nido gigantesco que llenaba todo el sótano. Con las
pajas que lo componían hubieran podido hacerse varias parvas de heno, pero
eran briznas plateadas, viejas. El pájaro estaba posado en el medio, con los ojos
de bordes brillantes negros como alquitrán caliente; por un momento de locura,
antes de que se rompiera su parálisis, Mike se vio reflejado en cada uno de ellos.
Entonces la tierra comenzó súbitamente a moverse bajo sus pies. Mike oyó el
sonido desgarrado de las raíces que cedían y notó que estaba resbalando.
Con un chillido se lanzó hacia atrás, manoteando en busca de equilibrio. Lo
perdió y cayó pesadamente al suelo sembrado de escombros. Un trozo de metal,
duro y romo, se le hincó dolorosamente en la espalda. Tuvo tiempo de pensar en
la silla para vagabundos antes de oír el sonoro susurro de las alas.
Trepó de rodillas, arrastrándose, sin dejar de mirar por encima del hombro. El
pájaro se elevó desde el sótano. Sus garras escamosas eran color naranja opaco.
Las alas que batía, cada una de tres metros o más, agitaron el pasto como la
hélice de un helicóptero. El ave emitió un graznido zumbante y gorjeante. Unas
cuantas plumas sueltas le cayeron de las alas y descendieron en espiral hacia el
sótano.
Mike se puso de pie y echó a correr.
Corrió a toda velocidad por el terreno sin mirar atrás, temeroso de mirar atrás.
Ese pájaro no se parecía a Rodan, pero él percibía que era su espíritu que se
elevaba desde el sótano de la fundición Kitchener como de una horrible caja de
sorpresas. Tropezó y cayo, pero se levantó para volver a correr.
Aquel graznido extraño, entre zumbante y gorjeante, volvió a dejarse oír. Una
sombra lo cubrió y al levantar la mirada vio que el ave había pasado a metro y
medio por encima de su cabeza. Abría y cerraba su pico amarillento descubriendo
la rosada superficie interior. Giró otra vez en dirección a Mike. El viento que
generaba le barrió la cara trayendo consigo un olor seco y desagradable: polvo de
buhardillas, antigüedades muertas, almohadones podridos.
Mike se desvió hacia la izquierda. Entonces volvió a ver la chimenea caída.
Corrió en esa dirección. El ave graznó dejando oír el aleteo de sus alas. Parecían
velámenes. Algo golpeó a Mike en la nuca y un fuego ardoroso le corrió hasta el