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atacar con el pico abierto, descubriendo otra vez aquel interior rosa... y revelando
                algo que dejó a Mike momentáneamente petrificado, con la boca abierta: la lengua
                del ave era plateada, con una superficie tan resquebrajada como lava volcánica
                enfriada. Y sobre esa lengua, como extrañas pelotas de pasto seco que hubieran
                arraigado allí, había varios pompones color naranja.
                   Mike arrojó los últimos fragmentos directamente al interior de aquellas fauces
                abiertas. El pájaro volvió a retirarse aullando de rabia, frustración y dolor. Por un
                momento Mike vio sus garras de reptil. Luego, sus alas batieron el aire y la
                monstruosa figura desapareció.
                   Un momento después, el chico levantó la cara, casi gris bajo el polvo y los trozos
                de musgo que los ventiladores de aquellas alas habían arrojado contra él, hacia el
                repiqueteo de las uñas contra el azulejo. Lo único limpio en su rostro eran los
                surcos lavados por las lágrimas.
                   El pájaro se paseaba allá arriba. Tac-tac-tac-tac.
                   Mike retrocedió un poco, recogió más trozos de azulejos y los amontonó ante la
                boca de la chimenea, tan cerca como se atrevió a ponerlos. Si aquello volvía, él
                dispararía a quemarropa. La luz, fuera, aún era intensa. Corría mayo y aún
                tardaría en oscurecer, pero ¿qué pasaría si el ave decidía esperar?
                   Mike tragó saliva. Por un instante, los flancos secos de su garganta se tocaron
                entre sí.
                   Arriba: tac-tac-tac.
                   Ya tenía un buen montón de municiones. En la penumbra que reinaba allí, más
                allá de donde el ángulo del sol creaba una espiral de sombras dentro del tubo,
                parecía un puñado de vajilla rota barrida por un ama de casa. Mike se frotó las
                palmas sucias contra las perneras de los vaqueros y esperó.
                   Transcurrió cierto tiempo antes de que algo pasara; no habría podido decir si
                fueron cinco minutos o veinticinco. Sólo tenía conciencia de que el pájaro seguía
                paseándose allá arriba como un insomne a las tres de la madrugada.
                   Por fin, sus alas volvieron a agitarse. Aterrizó frente a la boca de la chimenea.
                Mike, de rodillas tras su montón de azulejos, comenzó a arrojarle proyectiles antes
                de que pudiera inclinar la cabeza. Uno de ellos dio en la pata amarilla arrancando
                un hilo de sangre casi negra. Mike aulló, triunfal, aunque su voz casi se perdió
                bajo el chillido furioso del ave:
                   --¡Vete de aquí! ¡Te seguiré acribillando hasta que te largues, lo juro!
                   El pájaro voló hasta la parte superior de la chimenea y reanudó sus paseos.
                   Mike esperaba.
                   Por fin, las alas volvieron a agitarse levantando vuelo. Mike aguardó a que
                aquellas patas de gallina gigantesca volvieran a aparecer. No fue así. Esperó un
                rato más, seguro de que era una treta. Por fin comprendió que si seguía allí no era
                por eso. Esperaba porque sentía miedo de salir, de abandonar la protección del
                agujero.
                   "¡Nada de eso! ¡No me gusta eso! ¡No soy un gallina!"
                   Se llenó las manos de fragmentos de azulejo y guardó otros en su camisa. Así
                armado, salió de la chimenea tratando de mirar a todos los lados al mismo tiempo,
                lamentando no tener ojos en la nuca. Sólo se veía el terreno sembrado de restos
                destrozados y mohosos dejados por el estallido de la fundición Kitchener. Giró en
                redondo, seguro de ver al pájaro subido en el borde de la chimenea como un
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