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cuello. Sintió que se esparcía como sangre comenzando a gotear por el cuello de
                su camisa.
                   El ave volvió a girar para cogerlo con sus garras y llevárselo como si fuera un
                ratón. Quería llevárselo a su nido. Quería comérselo.
                   Mientras volaba hacia él, en picado, con aquellos ojos negros, horriblemente
                vivos, fijos en él, Mike giró bruscamente hacia la derecha. El ave no lo alcanzó por
                muy poco. El hedor de sus alas era insoportable.
                   Ahora corría en dirección paralela a la chimenea caída. Ya tenía el extremo a la
                vista. Si llegaba hasta allí y lograba girar a la izquierda para meterse dentro, tal
                vez se salvase. El pájaro parecía demasiado grande como para entrar allí. Estuvo
                a punto de no llegar. El ave voló nuevamente contra él apuntando hacia arriba al
                llegar, levantando un huracán con las alas. Sus garras escamosas descendían ya
                hacia Mike. Chilló otra vez y en esa oportunidad el niño creyó oír una nota de
                triunfo en su grito.
                   Bajó la cabeza, levantó el brazo y se lanzó hacia adelante. Las garras se
                cerraron. Por un momento, su antebrazo quedó en poder del ave. Era como estar
                apresado por unos dedos poderosos coronados por duras uñas. Mordían como
                dientes. Los aleteos del ave sonaban como truenos. Mike tuvo apenas conciencia
                de las plumas que caían alrededor, algunas rozándole la mejilla como besos
                fantasmales. Luego, el pájaro volvió a elevarse. Por un momento, Mike se sintió
                tironeado hacia arriba hasta quedar de puntillas... y por un segundo petrificante las
                punteras de sus bambas perdieron contacto con la tierra.
                   --¡Suéltame! -vociferó, torciendo el brazo.
                   Las garras siguieron sujetándolo, pero de pronto se desgarró la manga de la
                camisa. Mike cayó al suelo con un golpe seco, y el pájaro graznó. Mike volvió a
                correr rozando las plumas de la cola, haciendo arcadas ante aquel hedor. Era
                como correr por entre una cortina de plumas.
                   Tosiendo aún, con los ojos irritados por las lágrimas y el polvo asqueroso que
                cubría las plumas del ave, cayó dentro de la chimenea derrumbada. Ya no
                pensaba en lo que podía acechar allí dentro. Corrió hacia la oscuridad donde sus
                sollozos jadeantes cobraban un eco oscuro. Retrocedió unos seis metros antes de
                girar hacia el brillante círculo de luz. El pecho le subía y le bajaba
                espasmódicamente. De pronto comprendió que, si había calculado mal el tamaño
                del ave o el diámetro de la chimenea, estaba perdido. No había salida. Eso era un
                callejón cerrado. El otro extremo de la chimenea estaba oculto en la tierra.
                   El ave volvió a graznar. De pronto se oscureció la luz del extremo abierto. Aquel
                pájaro se había posado en tierra. Mike vio sus patas amarillas, escamosas, tan
                gruesas como un muslo de hombre. Luego, el animal agachó la cabeza para mirar
                dentro. Mike se encontró mirando fijamente aquellos ojos, horriblemente vivos,
                negros como alquitrán fresco y con aros de oro a modo de iris. Su pico se abría y
                se cerraba una y otra vez, siempre con un chasquido audible, como el que uno
                oye al cerrar los dientes con fuerza.
                   "Afilado -pensó Mike-. Es un pico afilado. Yo sabía, claro, que los pájaros tienen
                el pico afilado, pero hasta ahora no había pensado en eso."
                   Otro chillido. Sonaba tan potente en aquella garganta de azulejos que Mike se
                cubrió las orejas con las manos.
                   El ave comenzó a entrar, trabajosamente, por la boca de la chimenea.
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