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recorría lentamente el lugar), pero allí había algo escalofriante, un silencio
meditabundo quebrado sólo por el viento. Mike se sentía como el explorador que
encuentra los últimos restos de una fabulosa ciudad perdida.
Delante y a la derecha, vio el flanco redondeado de un enorme cilindro de
azulejos que se elevaba entre el elevado pasto. Corrió hacia allí. Era la chimenea
principal de la fundición. Echó un vistazo al interior del hueco y sintió otro
escalofrío. Era tan amplio, que él habría podido meterse dentro, pero no pensaba
hacerlo. Sólo Dios sabía qué porquería habría allí adherida a los azulejos
interiores, ennegrecidos por el humo, qué bestias o bichos horribles podrían haber
establecido su residencia en ese hueco. El viento soplaba a ráfagas. Cuando
penetraba por la boca de la chimemea caída, despedía un sonido fantasmal, como
el de los cordeles encerados que él y su padre ponían en las bramaderas al
terminar el invierno. Retrocedió, nervioso. De pronto pensaba en la película que
había visto con su padre la noche anterior en la tele. Se llamaba Rodan. Por la
noche le había parecido muy divertida. Su padre reía y gritaba "¡Caza ese pájaro,
Mickey!" cada vez que aparecía Rodan, y Mike le disparaba con el dedo hasta que
la madre se asomó para decirles que se callaran si no querían provocarle un dolor
de cabeza.
Pero ahora no resultaba tan divertido. En la película habían sido unos mineros
japoneses los que liberaban a Rodan en las entrañas de la tierra al excavar el
túnel más profundo del mundo. Y al mirar el hueco negro de ese tubo resultaba
muy fácil imaginar a ese pájaro agazapado en el otro extremo, con las alas
correosas, como de murciélago, plegadas sobre el lomo, la mirada fija en esa
pequeña y redonda cara infantil, mirando con sus ojos circundados de oro Mike,
estremecido, retrocedió.
Caminó a lo largo de la chimenea, que se había hundido en la tierra hasta dejar
al descubierto sólo la mitad de su circunferencia. El suelo se elevaba ligeramente.
Siguiendo un impulso, el chico trepó a ella. La chimenea era menos temible por
fuera donde la superficie de los azulejos estaba calentada por el sol. Mike se puso
de pie y caminó por ella, con los brazos tendidos (la superficie era ancha y no
corría peligro de caerse, pero estaba fingiendo ser un equilibrista de circo). Le
gustaba el modo en que el viento le revolvía el pelo.
En el otro extremo, bajó de un salto y comenzó a examinar cosas: ladrillos,
moldes retorcidos, trozos de madera, fragmentos herrumbrados de alguna
maquinaria. "Trae un recuerdo", había dicho su padre en la nota y él quería elegir
uno interesante.
Vagabundeó por entre los escombros acercándose al sótano de la fundición con
cuidado de no cortarse con los vidrios rotos que abundaban por ahí.
Mike no había olvidado la advertencia de su padre en cuanto a no acercarse a
ese sótano; tampoco ignoraba la masacre que se había producido allí más de
cincuenta años antes. Estaba convencido de que, si en Derry había un lugar
embrujado, era ése. A pesar de eso, o por eso mismo, estaba decidido a quedarse
hasta que hubiera hallado algo realmente digno de llevar a casa para enseñárselo
a su padre.
Avanzó con lentitud hacia el sótano. De pronto, una voz le advirtió, susurrante,
que estaba acercándose demasiado, que algún sector, debilitado por las lluvias de
primavera, podría derrumbarse bajo sus talones y arrojarlo a ese agujero, donde